20.12.2017
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Tim jackson a favor de la prosperidad compartida

¿Debemos soportar la inestabilidad creciente y un mundo profundamente desigual, o construir una nueva visión de una prosperidad compartida?

Tim Jackson en  Huffingtonpost. 18/10/2017

¿Recuerdas la teoría del goteo? Es la idea teñida de rosa de que el crecimiento económico es la única manera de sacar a los pobres de la pobreza y reducir la desigualdad que divide a la sociedad y socava la solidaridad política. Fue JFK quien popularizó la idea de que una «marea creciente eleva todos los barcos». En los años 60, esta frase tenía la virtud de ser casi verda. Hoy es profundamente errónea. La narrativa de un crecimiento económico sin fin nos está dirigiendo hacia una desigualdad cada vez mayor.

Incluso en 1980,   la mayor parte del crecimiento económico realmente llegó a los más pobres de la sociedad. Los ingresos del decil más pobre de los EE. UU. crecieron por encima del 3% anual en aquel entonces, significativamente más rápido que los de los más ricos. Hoy la situación está más que invertida. Los ingresos para los más ricos de la sociedad crecen al 6% anual, mientras que el crecimiento de los ingresos de los más pobres es prácticamente inexistente. Desde la crisis financiera, en particular, la riqueza, lejos de filtrarse entre los más pobres, se ha diseminado hacia los pocos afortunados más ricos.

Una década después del inicio de esa crisis, seguimos enganchados a la idea de que el crecimiento no sólo resolverá nuestros problemas económicos, sino que es la única manera posible de sacar a los pobres de la pobreza. En su nombre, los sucesivos gobiernos han justificado la austeridad, reducido sus compromisos con el gasto social, recortado los impuestos para los más ricos y retirado las redes de seguridad vitales para los más pobres de la sociedad. Estas políticas regresivas están agudizando la injusticia de la desigualdad de ingresos con algo aún peor: desigualdades en salud, en longevidad, en seguridad básica, en dignidad humana. La promesa rota de crecimiento económico está empezando a socavar el tejido social de la sociedad.

¿Cómo ha evolucionado todo tan mal en el espacio de unas pocas décadas? ¿Y qué podemos hacer al respecto?

Tal vez lo primero que hay que hacer es olvidar la idea de que estamos ante un fenómeno temporal o cíclico causado por las bajas tasas de crecimiento a raíz de una crisis financiera con la que de otro modo no estaría relacionada. Lo que algunos economistas famosos han llamado la «nueva normalidad»    tiene sus raíces mucho más atrás en el tiempo. Las tasas de crecimiento en las economías avanzadas se han ralentizado durante varias décadas. En el Reino Unido, por ejemplo, el punto álgido del crecimiento tendencial de la productividad laboral   se remonta a 1966.

Las razones de la subsiguiente declinación son discutidas. El economista estadounidense  Robert Gordon   señala una variedad de «vientos de cabeza» seculares -como el aumento de la deuda- que frenan la demanda, así como factores tecnológicos básicos que frenan la oferta. Los enormes incrementos de productividad que caracterizaron la pimera mitad del siglo XX fueron únicos, al parecer, algo que no podemos repetir a voluntad, a pesar de las maravillas de la tecnología digital. Una aseveración fascinante -aunque preocupante- es que las tasas de crecimiento de los años sesenta sólo fueron posibles gracias a la explotación enorme y profundamente destructiva de los combustibles fósiles sucios. Algo que no podemos permitirnos -aunque estuviera disponible- en la era del peligroso cambio climático y la disminución de la calidad de los recursos.

La cuestión crítica es cómo responder a esta realidad no tan nueva. En las últimas décadas, el capitalismo ha tenido una respuesta muy específica. A partir de finales de los años setenta, el descenso del crecimiento de la productividad laboral se ha visto castigado con un crecimiento salarial aún más bajo. La economía convencional nos dice que el crecimiento salarial sigue al crecimiento de la productividad laboral. Pero los resultados han sido aún peores para los trabajadores comunes. Ante la disminución de los rendimientos, los productores y accionistas han protegido sistemáticamente su capital y los bajos salarios. Uno podría incluso estar tentado a sugerir que esta injusticia subyacente fue en parte responsable del fiasco de las hipotecas subprime que precipitó la crisis financiera en primer lugar.

Nuestras opciones ahora están claras. O bien soportamos la creciente inestabilidad y la política rota de un mundo profundamente desigual, o bien construimos una nueva visión de prosperidad compartida. En el corazón de esa visión, debemos replantear la distribución de las recompensas en la sociedad. Y abandonar la narrativa disfuncional de que el crecimiento sin fin es el único medio para lograr este fin.

Traducción Neus Casajuana

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