Apenas había incendios forestales en la España de principios del siglo pasado. En ese país de montañas desnudas, el problema era las inundaciones. Y es que cualquier tormenta podía convertir un riachuelo escuálido en un torrente iracundo y amenazante para quienes vivían aguas abajo. Pero poco a poco ese paisaje se fue transformando
Profesor de Incendios y Cambio Global en PVCF-Agrotecnio, Universitat de Lleida
Los montes se repoblaron con árboles y se despoblaron de personas. Las inundaciones dejaron de ser frecuentes porque la creciente vegetación frenaba las crecidas del agua. Y fue entonces cuando aparecieron los incendios. Si la falta de cobertura arbórea había favorecido las inundaciones, su recuperación aportó el combustible necesario para que las llamas corrieran a sus anchas. El problema del fuego sustituyó al del agua.
Nace la prevención forestal
En la década de los 50, los incendios empezaron a ser problemáticos. En la de los 60, el problema trascendió a la opinión pública. En 1966, por ejemplo, un incendio puso en jaque la estación espacial que la NASA tiene en Robledo de Chavela (Madrid Deep Space Communications Center), donde se recibían las primeras imágenes de la luna vía satélite.
Fue entonces cuando se ejecutaron, por primera vez, acciones de prevención como las fajas cortafuegos. Transcurridos sesenta años desde aquel momento, parece lícito preguntar por qué han seguido aumentando los incendios y si las medidas tomadas resultaron inútiles.
Los cortafuegos son infraestructuras lineales dispuestas sobre antiguos caminos, o cerca de las líneas de cumbres, donde se elimina toda vegetación. Su función no es la de extinguir un incendio. Más bien aportan puntos de anclaje para las operaciones de extinción y también sirven como rutas de evacuación o para desplazamientos.
Los cortafuegos actuales están por tanto diseñados para los incendios que había en la España de los 60 y fueron muy eficaces contra ellos. Pero la despoblación siguió en aumento y los bosques siguieron creciendo carentes de todo cuidado cultural. Ello incrementó la cantidad de combustible y su continuidad y, en consecuencia, también aumentó la intensidad con la que ardían los incendios.
Frente a esa realidad cambiante, los cortafuegos se quedaron anticuados rápidamente. Los incendios de los años 70 y 80 cobraron suficiente envergadura como para “saltar” esas infraestructuras lineales. Es decir, partículas pequeñas como trozos de corteza, ramillas o piñas inflamadas salían disparadas al otro lado del cortafuegos y generaban nuevos focos.
Y las catástrofes no tardaron en llegar: veintiuna personas murieron calcinadas al quedarse atrapadas en un incendio que arrasó una urbanización en Lloret de Mar en 1979.
Entonces se promovieron campañas de sensibilización (el famoso “Todos contra el Fuego”) y, sobre todo, se aportaron más recursos para la extinción: Más aviones, más medios y más tecnología.
Capacidad de extinción desbordada
Esta respuesta resulta paradójica, cuanto menos, ya que no es necesario que el incendio cobre una envergadura excepcional para que su extinción resulte inabordable. Y es que cuando las llamas sobrepasan los dos metros y medio de longitud, la energía que desprende el incendio es tal que se supera la capacidad de extinción. Y cuando las llamas aumentan por encima de los tres metros y medio, el incendio puede generar deflagraciones y comportamientos eruptivos como el del fatídico incendio de Guadalajara de 2005, con once fallecidos.
Podemos disponer de más aviones, pero no podemos doblegar las leyes de la física: si los incendios de mediana intensidad quedan más allá de la capacidad de extinción, la solución no puede estar en el aumento de medios extinción. Pero no bucamos alternativa.
Y los bosques y la superficie forestal siguieron creciendo y en este s. XXI, además, nos está arrollando un cambio climático que aumenta día tras día la sequía. Una sequía amplificada por el estado de abandono de nuestros bosques: si disminuyen las reservas de agua, es menester disminuir el número de árboles que hay en el bosque para así limitar la competencia hídrica y por tanto mejorar el estado de la masa forestal.
Además, la expansión del bosque en zonas urbanas y periurbanas convierte a numerosas urbanizaciones, cámpings y demás en verdaderos polvorines.
Y así es como hemos llegado a la situación actual en la que el número de fallecidos por incendios en los últimos 13 años (473) es mayor que el número de víctimas mortales en atentados terroristas (448). En 2017 vivimos, por primera vez en Europa, los llamados incendios de sexta generación, que generan verdaderas tormentas ígneas capaces de consumir más de diez mil hectáreas por hora. Es decir, incendios capaces de devorar áreas del tamaño de Guipúzcoa en cuestión de horas.
Cabe esperar que el problema de los incendios se acentúe todavía más. Nuestros modelos indican cómo es más que probable que el fuego invada espacios en los que actualmente es marginal, como Pirineos o los bosques del Centro de Europa, en apenas unas décadas (en el mejor de los casos). Megaincendios forestales como los de Canadá o Sidney ya no son impensables en nuestro continente.
A pesar de todo esto, sería injusto e incorrecto decir que las fajas cortafuegos no han servido para nada. Desempeñan una función importante, como ya hemos apuntado antes. Pero son insuficientes.
Ingeniería forestal
Aparte de los cortafuegos, existen otras técnicas que resultan útiles para disminuir el riesgo de incendios de forma puntual. Áreas cortafuegos, puntos estratégicos de gestión, franjas de protección y un largo etcétera conforman el abanico de opciones que nos da la ingeniería forestal para disminuir el riesgo de incendios. Su aplicación resulta absolutamente imprescindible para proteger a la población sobre todo en ciertos ambientes periurbanos.
Pero la clave está en entender que, físicamente, un fuego con llamas mayores de dos metros y medio está fuera de la capacidad de extinción, independientemente de la cantidad de medios invertidos. Por tanto, nuestro esfuerzo se debe centrar en desarrollar estructuras de paisaje donde esas llamas no se puedan desarrollar o que, si lo hacen, sea solo en zonas concretas y fáciles de aislar. Es decir, fomentar los paisajes en mosaico y disminuir las emisiones de gases con efecto invernadero. Algo que debería ser posible con las medidas mitigadoras del cambio climático.