< Volver

La extinción del marxismo. El marxismo político ante la crisis ecosocial

Si el marxismo puede esquivar su extinción no será reivindicando un jardín zen de lucidez teórica y coherencia política. Tiene que dirigirse a los vivos, con todas sus ambigüedades, no a cadáveres particularmente inteligentes y comprometidos

César Rendueles

Al margen de su muy diferente relación con los intereses de las élites económicas y sociales, la gran crisis medioambiental global afecta de forma diametralmente opuesta a los programas democratizadores y autoritarios. Para los proyectos iliberales la amenaza de una catástrofe ecológica es un escenario confortable: la competencia por recursos naturales decrecientes alimenta el cierre nacionalista y belicista frente al enemigo exterior, al tiempo que justifica las intervenciones represivas internas. Para los movimientos emancipadores, en cambio, la crisis ecosocial es un puzle infernal. 

El ecosocialismo no puede ya prometer universalizar la abundancia del mercado –disfrutar de la riqueza sin pagar un peaje de explotación, subordinación y alienación– y confiar en que, una vez superado el “reino de la necesidad”, prosperarán las mejores capacidades humanas. Necesita desarrollar un conjunto de cambios estructurales globales sin precedentes en tiempo de paz empleando un instrumental político atravesado por afectos negativos y desmovilizadores: austeridad, autocontención, decrecimiento… Peor aún, necesita hacerlo en un tiempo muy limitado: en el caso de la transición energética, dos o tres décadas como mucho para conseguir una completa descarbonización. 

El papel que pueden desempeñar las distintas familias del marxismo en este escenario es cualquier cosa menos claro. La gran fortaleza de las teorías herederas de Marx siempre ha sido su capacidad para sacar a la luz grandes estructuras históricas, dinámicas lentas pero inexorables que subyacen a la política más inmediata y coyuntural. El marxismo ha sido una brújula política –a veces certera, a veces averiada– que mostraba cómo distintas intervenciones económicas, laborales, políticas o culturales se relacionaban con dinámicas globales de largo recorrido: procesos de financiarización, cambios tecnológicos, conflictos de clase… El problema es que la crisis ecológica ya opera en un nivel más profundo que el de los grandes ciclos del capital. Es imposible imaginar una realidad histórica más rocosa que el impacto social del cambio climático, el agotamiento de materiales necesarios para la vida y la pérdida de biodiversidad. Así, el marxismo se ha visto desplazado de su espacio retórico heredado y eso está generando turbulencias políticas entre sus partidarios. 

El marxismo ha perdido su nicho ecológico y se ve ante el abismo no de la derrota teórica o política sino de la extinción. La frustración ha hecho que algunos anticapitalistas sientan la necesidad de igualar las apuestas, tratando de demostrar que su perspectiva está a la altura estructural de la crisis ecológica: algo no sólo pueril sino políticamente catastrófico. En el pasado la herencia de Marx nos ha obligado a mirar a un lugar política y moralmente crucial, que los juegos de espejos del mercado ocultaban. ¿Y si ahora estuviera ocurriendo exactamente lo contrario? ¿Y si nuestra tradición teórica ha quedado reducida a una torre de marfil desde la que componer elegías al incendio global?

La gran fuerza política del marxismo siempre ha sido su capacidad para moverse en un equilibrio complejo, mostrando posibilidades de ruptura política y emancipación grandiosas que interpelaban a millones de personas de todo el mundo y que, sin embargo, eran comprensibles desde el presente: no como un mero despliegue automático del capitalismo pero tampoco como una discontinuidad mesiánica radical. Por eso el obrerismo identitario siempre ha entendido las cosas al revés. El mensaje del Manifiesto comunista no era una idealización de las formas de vida del salariado fabril –como si encontrarte en una situación de miseria y explotación industrial tuviera alguna clase de dignidad especial o proporcionara una mayor lucidez política– sino el descubrimiento de que hasta en el lugar más insospechado, en las condiciones más envilecidas, se escondía la posibilidad de desarrollar un proyecto político universal. Muchos otros grupos sociales podían tener ideas políticas nobles y dignas de aprecio, pero sólo los asalariados del capitalismo estaban en condiciones pragmáticas de sacar partido de la potencia capitalista para construir una sociedad en la que todo mejorara para todos y en todas partes. 

Si el marxismo es algo es el intento de tensionar la facticidad presente sin conformarse con ella y sin la certeza mesiánica de una teleología histórica salvífica o catastrófica. La importancia de los análisis teóricos en nuestro campo político no tiene que ver con la confianza fanática en su exactitud –otro error disparatado muy extendido en nuestras filas– sino, justamente al contrario, con nuestra aceptación de la incertidumbre pragmática: recurrimos a la teoría como un bastón torcido y frágil que tal vez nos auxilie para avanzar casi a ciegas. En eso consiste el realismo político: no en alguna clase de conformismo miserable sino en asumir que siempre vamos a tientas, escrudiñando la noche oscura con las luces cortas. 

Algunos activistas políticos muy vehementes, en cambio, siempre han creído que la política tiene que ver, sobre todo, con la intensidad y nobleza de sus aspiraciones y el blimblineo teórico con el que adornan sus creencias acerca de la sociedad. Piensan las ideas de revolución y reforma como si fueran diferentes tipos de cartas a los Reyes Magos: dos expresiones de deseos que corresponden con dos personalidades: más audaces (y pacientes) o más conservadoras (e impacientes por ver algún tipo de cambio, aunque sea menor). Es una visión de la política narcisista que entiende la acción colectiva como una proclamación al mundo de la propia belleza moral y teórica. 

La opción por cambios más rápidos y amplios o más graduales y limitados no tiene nada que ver con la voluntad. Son formas de relacionarnos con la realidad social de nuestro tiempo que surgen de una evaluación, acertada o no, de nuestra capacidad para transformarla. Que una organización que podría celebrar holgadamente sus reuniones plenarias en una pista de pádel exija con encono un proceso revolucionario ecosocialista tiene el mismo valor político que la reivindicación de viajes en el tiempo y cerveza que no deje resaca. El maximalismo ha sido una opción de gente muy desesperada o muy acomodada. Personas con una vida regalada que, en realidad, no se jugaban gran cosa en las peleas políticas disponibles y podían permitirse esperar indefinidamente (siglos, de hecho) a que la realidad social coincidiera con sus altas expectativas. O bien gente con vidas aterradoras que, comprensiblemente, no esperan nada de una realidad política que les ha dejado atrás. 

La crisis climática ha generalizado esas posiciones en las filas marxistas: nos ha acomodado o desesperado a todos. La acción política antagonista se mueve en el campo de lo posible: forzando sus límites, nunca despreciándolos. Pero lo posible ha estrechado sus márgenes hasta tal punto que no está nada claro qué es lo que puede aportar el tipo de mirada política de largo alcance característica del marxismo. Por encima de todo, la crisis ecológica ha introducido una tensión temporal desconcertante, que la diferencia de cualquier otra conmoción social precedente. Materialmente se mueve en ciclos brutalmente largos y globales que sólo un cambio histórico de un inmenso calado puede alterar. Y a la vez exige intervenciones que llegan cincuenta años tarde y no se pueden aplazar ni un solo segundo. Hasta la medida más modesta y políticamente cuestionable resulta desesperadamente urgente: cada décima de grado es crucial, cada kilómetro de carril bici instalado por un gobierno conservador y cada placa fotovoltaica que beneficia a una multinacional energética cuenta. 

Rosa Luxemburg, muy poco antes de ser asesinada y cuando ya era evidente el fracaso de la Revolución de Noviembre, escribió: “La revolución no tiene tiempo que perder, la revolución sigue avanzando hacia sus grandes metas aún por encima de las tumbas abiertas, por encima de las “victorias” y de las “derrotas”. La primera tarea de los combatientes por el socialismo internacional es seguir con lucidez sus líneas de fuerza, sus caminos (…). La revolución, mañana ya “se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto” y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”. Es una hermosa y valiente declaración en un momento oscuro, de ascenso de las fuerzas autoritarias y derrota de la democracia. Es también una forma de pensar completamente inservible hoy, casi una receta para un suicidio colectivo comparable a un genocidio. El marxismo, como los Rolling Stones, siempre ha pensado que el tiempo jugaba de su lado: las crisis periódicas del capitalismo nos ofrecerán una revancha más temprano que tarde…Seguramente siempre ha habido mucho de autoengaño en esa esperanza pero ahora es una fantasía mórbida. 

Los límites del crecimiento industrial necesitan una visión contingente de la política que, sencillamente, eche cuentas. Y las cuentas son estas: nos lo jugamos todo aquí y ahora, en esta partida y con las cartas que tengamos. Si no detenemos ya, con los medios políticos, tecnológicos y sociales de los que disponemos, la emisión de gases de efecto invernadero el fin de la historia será algo más que un concepto filosófico. Evitar superar el umbral de los dos grados de calentamiento global es “la lucha final del género humano”, como decía la letra de la Internacional. En el sentido literal de que si fracasamos en la descarbonización no habrá más batallas, al menos tal y como ha sido entendida la lucha política emancipadora en la modernidad. Tal vez no es muy realista confiar en que tenemos las fuerzas necesarias para que, además, el mundo cambie de base en ese proceso. Necesitamos hacer un esfuerzo descomunal sabiendo que hay bastantes posibilidades de que los resultados de ese empeño ni siquiera se aproximen a nuestro programa político o incluso refuercen el de nuestros enemigos. Parte de las filas del marxismo parece haber decidido que la mejor manera de afrontar esa tensión desgarradora es sumarse a una fantasía escapista con el aspecto superficial de rigor teórico y tradicionalismo revolucionario: bordiguismo climático.

La idea de que mientras no cambie todo nada ha cambiado puede resultar conceptualmente lúcida pero conduce a un agujero negro histórico. Todos conocemos los lugares comunes: “la crisis ecológica es un producto del capitalismo”, “desde el capitalismo sólo se pueden poner parches”, “la transición energética no acaba con la crisis ecosocial”, “las políticas verdes son un plan de las élites para sobrevivir”; “el Green New Deal no plantea una alternativa real”… Todo es en parte verdad y, al mismo tiempo, no tiene la menor importancia en ausencia de un movimiento social capaz de formular una alternativa a nuestra parálisis política. No un movimiento hipotético o deseable. No una posibilidad histórica abstracta sino una intervención colectiva aquí y ahora, en el plazo de veinte o treinta años. 

Las sencillas preguntas que cualquier proyecto ecologista radical inspirado en el marxismo tiene que hacerse son: ¿qué probabilidad de éxito tiene su plan de acción?, ¿en cuánto tiempo es verosímil implementarlo? Y, sobre todo, ¿obstaculiza esa estrategia otros planes políticamente más modestos pero con más posibilidades de éxito?, ¿alimenta involuntariamente el campo retardista o negacionista? Si la respuesta no es un porcentaje respetable, una horquilla temporal realista y una relación de retroalimentación positiva con un amplio abanico de reformas verdes, entonces es un programa necropolítico. Si en doscientos años no hemos sido capaces de acabar con el capitalismo, ¿cómo de seguros estamos de que lo vamos a conseguir en los próximos treinta? Peor todavía: que el capitalismo sea la causa de la crisis ecológica no significa que el anticapitalismo sea necesariamente una solución a esa crisis. Puede que sí o puede que no. Un movimiento que impulse una transición ecosocial profunda no sólo necesita liderar una gran fuerza destituyente sino también superar sus diferencias y limitaciones internas –tanto las políticas y culturales como las técnicas, que no son para nada menores– para constituir una alternativa sólida a una velocidad endiablada. No hay muchos ejemplos en el pasado reciente de algo así.

El peor marxismo siempre fue un programa moralista para gente que no existía pero sería deseable que existiera. Hoy ese camino conduce a cientos de millones de muertos. La igualdad, libertad y fraternidad futuras sin una descarbonización inmediata hoy es el reparto solidario de las cenizas, el soviet de la fosa común. Si continua la emisión de gases de efecto invernadero la próxima vez que el viejo topo asome la cabeza, se encontrará un cementerio. La versión más oscura de una transición energética existosa –autoritaria, desigual, eurocéntrica, limitada a la electrificación sin abordar las otras dimensiones de la crisis ecológica…– al menos nos daría una prórroga desde la que construir otra cosa, como esperaba Rosa Luxemburg. Si no somos, como parece, capaces hoy de cambios profundos, rápidos y eficaces (las tres cosas a la vez), entonces el mejor reformismo factible – más ambicioso o ridículamente modesto– es la única esperanza para una revolución futura. Un electrocapitalismo descarbonizado daría aire a las élites capitalistas, sin duda, pero aún habría gente viva para combatirlo. 

Un marxismo que pretenda afrontar la mayor crisis de la historia de la humanidad husmeando en los garabatos que Marx dejó olvidados en algún posavasos para ver si resolvió por nosotros problemas que es evidente que no se pudo llegar a plantear, ese marxismo, es una tradición intelectual muerta digna de los muertos vivientes. Un marxismo que desprecie cualquier mitigación de la hecatombe por estar contaminada por el capitalismo es una tradición política moralista huera digna de almas bellas enfermas de cursilería.

El marxismo que necesitamos es el que se gestó en las horas más tenebrosas del siglo pasado. Cuando el mundo se vio amenazado por un tsunami maléfico de totalitarismo y muerte. Cuando las peores pesadillas de los espartaquistas se vieron desbordadas por la posibilidad de hornos crematorios globales, de un holocausto planetario. También en su momento el frente popular fue visto como una renuncia en un momento de emergencia bélica, como un paso atrás frente a la demencial doctrina del socialfascismo, que equiparaba el fascismo y la socialdemocracia como dos herramientas simétricas de la burguesía. Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. La política generosa e interclasista del frente popular hizo que mucha gente entendiera que los comunistas luchaban por la civilización tanto o más que por la revolución y que su proyecto ilustrado y democrático era el de cualquier persona decente. De un pacto fáustico antifascista surgió una legitimidad social del movimiento anticapitalista que, en la inmediata postguerra, impulsó los mayores cambios igualitarios de la historia de la modernidad, un fortalecimiento de las clases trabajadoras que no se ha vuelto a repetir. 

¿Qué puede ofrecer el marxismo al ecologismo político? De nuevo, una civilización. El marxismo es una de las pocas tradiciones políticas que puede rescatar la modernidad y la ilustración para una sociedad enfrentada a turbulencias ecológicas y políticas descomunales, cuando de nuevo proyectos perversos –orgullosos de su mezquindad satánica y su fanatismo– aceptan que la solución a la crisis es matar por los recursos escasos y someter a quien sea necesario. El liberalismo tiene muchas virtudes pero nunca ha sido una filosofía de batalla. Tan cierto como que la libertad negativa y el estado de derecho son irrenunciables es que difícilmente van a servir para impregnar de afectos positivos una agenda ecologista antipática y gris. El marxismo, en cambio, se gestó en la búsqueda de una potencia política arrolladora en los rincones más sucios de la sociedad industrial, dando sentido a desafíos, batallas y conflictos que la gente común, cada uno de nosotros, puede sentir como propios y normaliza en su vida cotidiana de forma valiente y decidida. Tal vez pueda volver a desempeñar, al menos en parte, ese papel. Si el marxismo puede esquivar su extinción no será reivindicando un jardín zen de lucidez teórica y coherencia política. Tiene que dirigirse a los vivos, con todas sus ambigüedades, no a cadáveres particularmente inteligentes y comprometidos.

[Este texto fue presentado el 4 de junio de 2025 en el congreso La Actualidad de Marx, celebrado en la Universidad Complutense de Madrid y forma parte, a su vez, del epílogo de un libro que publicaré este otoño en la editorial Akal titulado A la sombra de Marx.]

https://espejismosdigitales.wordpress.com/

< Volver

Deja una
respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Suscríbete a nuestro newsletter