Un fantasma recorre el sistema monetario y financiero: la posibilidad de cambiar el actual sistema de dinero frágil creado por los bancos privados por un dinero seguro. La reforma supone dejar a todos los ciudadanos y empresas depositar su dinero en el banco central donde estaría absolutamente seguro. Ahora solo los bancos privados pueden depositar su dinero en el banco central y esto, que hoy es un privilegio, se extendería a todos.
La principal ventaja de la reforma sería que, al ser un dinero seguro, no causaría los costes presupuestarios, de desempleo, de pérdidas de PIB y de destrucción de empresas que ocasionan las crisis bancarias. Y además tendría otro efecto positivo ya que permitiría desregular y liberalizar la actividad crediticia hoy fuertemente protegida e intervenida por el Estado.
Hoy, el bitcoin atrae el interés de las masas, pero el bitcoin no sirve para realizar transacciones y por eso no puede sustituir al dinero creado por los bancos privados. Sin embargo, los depósitos en los bancos centrales sí pueden sustituir a los depósitos en los bancos privados. Esto sí puede ser una revolución. Con el actual dinero digital (esto es, los registros en los ordenadores de los bancos) puede suceder lo mismo que sucedió en el siglo XIX con el dinero-papel, los billetes de los bancos. Entonces el dinero en papel era emitido por bancos privados y se decidió que fuera emitido exclusivamente por los bancos centrales. Hoy el dinero digital —el de los depósitos— es creado por los bancos privados y pasaría a ser emitido exclusivamente por los bancos centrales.
Hay que diseñar una transición que permita a los bancos adaptarse a la nueva situación
Con ello desaparecerían las crisis bancarias con los costes monstruosos que hemos sufrido. Por supuesto que no desaparecerían las crisis financieras, pues en el momento en que se asume un riesgo existe la posibilidad de fracaso. Pero las pérdidas de esas crisis, como sucede ahora con el resto del sistema financiero, no serían pagadas por los contribuyentes. Hoy las pérdidas en Bolsa, en los hedge funds, en fondos de inversión, etcétera, son asumidas por los que arriesgaron. Sin embargo, ahora las pérdidas de las crisis bancarias son pagadas por los contribuyentes. Con el nuevo sistema los contribuyentes no tendrían que apretarse el cinturón para evitar las consecuencias de que los bancos privados no puedan devolver los depósitos, porque los depósitos en el banco central son de verdad depósitos, mientras que los depósitos en los bancos privados no son depósitos, el dinero no está “depositado”, sino que está siendo utilizado para sus inversiones.
Esta fragilidad de los depósitos en los bancos privados es la que exige que los Estados mantengan hoy dos voluminosos paquetes regulatorios que hacen que el sistema bancario sea actualmente el sector más protegido e intervenido de todos los sectores económicos. Por un lado, hay un paquete regulador protector por el cual se le aseguran los depósitos y, si no es suficiente, se les garantiza la liquidez y, finalmente, si es necesario, se inyectan fondos públicos para evitar su quiebra. Por otro lado, hay un paquete regulatorio intervencionista, que impone a los bancos unas restricciones a su libertad de empresa en casi todos sus ámbitos de actuación (capital, liquidez, remuneración de directivos, etcétera) que dificultan la innovación y la competencia. Y además de esta voluminosa regulación, el Estado tiene que mantener una policía —los supervisores— para evitar que incumplan estos requerimientos. La ventaja de contar con un dinero seguro emitido por los bancos centrales es que se podría reducir enormemente esa regulación y su supervisión. Y la desregulación de la actividad crediticia y de pagos produciría las ganancias de eficiencia que se producen siempre que se liberaliza un sector.
La reforma se impondrá, pero solo debe implantarse después de estudiarla en profundidad
El nuevo sistema tiene otras virtudes. Por ejemplo, la política monetaria sería más efectiva porque la creación de dinero no tendría por qué aumentar el endeudamiento de familias y empresas, como sucede ahora. Además, el “señoreaje” se podría utilizar para reducir impuestos, devolver deuda, aumentar inversión pública o mejorar otras políticas. Son muchas sus ventajas, pero solamente las dos mencionadas —la desaparición de un dinero frágil y la liberalización total del sistema financiero— explican que sus efectos puedan ser revolucionarios.
Pero no deberían serlo. Todas las revoluciones han generado unos costes muy superiores a los que, para conseguir lo mismo, se hubieran producido con reformas. Los beneficios del nuevo sistema son muy importantes pero no deberían obtenerse con una revolución, con un cambio súbito. Hay que diseñar una transición que permita a los bancos actuales transformarse y adaptarse a la nueva situación. Como en la liberalización de cualquier sector productivo, si se pasara bruscamente del actual sistema bancario —hiperprotegido e hiperregulado— a un sistema totalmente desregulado y liberalizado, se producirían unos costes muy importantes, no solo para los accionistas y el personal de los bancos, sino también para los usuarios y para toda la economía.
El debate sobre la creación de dinero por los bancos centrales, que hasta ahora estaba restringido a un grupo reducido de estudiosos, ha empezado a saltar a los medios. Y empezará a extenderse. El Banco Central de Inglaterra y el de Suecia lo están estudiando. El próximo 10 de junio, los suizos votarán en referéndum una propuesta de reforma monetaria en esta dirección. Y el Banco Internacional de Pagos de Basilea acaba de publicar un informe en el que recomienda que “cualquier paso hacia el posible establecimiento de un dinero emitido por los bancos centrales debe estar sujeto a un cuidadoso y concienzudo estudio”. Esta es la línea a seguir ahora. Seguramente, la reforma acabará imponiéndose por sus beneficios, pero solo debería implantarse después de haberla estudiado en profundidad. La tarea es convertir una posible revolución en una reforma.
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Miguel Á. Fernández Ordóñez fue gobernador del Banco de España.
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