Un grupo de expertos pide usar otros indicadores al margen del PIB para reflejar de forma más precisa el bienestar, el impacto medioambiental y la desigualdad
Un mundo nuevo emerge inexorable. Mientras el viejo se resiste a desaparecer. La idea del crecimiento a toda costa que caracteriza el modelo económico actual se está poniendo en entredicho tanto por la comunidad científica, como por los organismos multilaterales y algunos Gobiernos. La Gran Recesión dejó tras de sí un reguero de desigualdad que el aumento de la actividad productiva posterior no ha sido capaz de eliminar; el calentamiento global agrieta el planeta construyendo un futuro cada vez más preocupante para las nuevas generaciones, mientras la tecnología que permite minimizar estos dos lastres ya está operativa aunque probablemente su impacto no está llegando todo lo lejos que debiera ni se sabe cuantificar con precisión. Los ciudadanos se quejan. Aumentan las revueltas, los conflictos, el descontento. Y los partidos populistas se hacen fuertes en unas sociedades cansadas de que sus Gobiernos pongan la economía como el fiel de la balanza en vez de su bienestar. Cansadas de que siempre ganen los mismos.
Este es el escenario que ha puesto sobre la mesa el debate sobre si el producto interior bruto (PIB), la herramienta estandarizada para medir la riqueza de los países, es el indicador adecuado para evaluar su progreso o si se necesita otro más vinculado a la calidad de vida para que los Gobiernos elaboren sus cuentas y tomen las mejores decisiones de gasto.
Una discusión que ha estado presente esta semana en el Foro Económico Mundial de Davos. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) está liderando la corriente que antepone las personas a los números. “El crecimiento medido como producción y consumo nos está costando muy caro”, sostienen en la dirección del organismo. “No podemos utilizar el PIB como único indicador de progreso económico porque nos ha llevado a muchas distorsiones, como al incremento de la desigualdad en todos los países de la OCDE”.
La organización liderada por Ángel Gurría abandera la corriente del crecimiento incluyente, una formulación más sofisticada, que se basa en establecer como parámetro fundamental el bienestar de las personas en términos de ingresos disponibles, de acceso a la educación, la salud, las infraestructuras, la certidumbre en el trabajo o el empleo de calidad, entre otras variables. “Tenemos que evaluar las inversiones públicas y privadas con arreglo a una especie de checklist que indique los recursos naturales que se van a perder al realizarlas o si van a apoyar al desarrollo de las comunidades. Hemos elaborado un marco de crecimiento inclusivo en el que decimos a los países que no vamos a renunciar al PIB porque es una medida internacional estandarizada, pero hay que complementarla con otros indicadores para que sus gobernantes tomen las decisiones en el marco del crecimiento inclusivo y puedan modificarlas en términos de impuestos, gastos o de productividad en función de cómo le estén afectando a la gente”, señalan desde la OCDE.
Experimento
Nueva Zelanda es el primer país que ha abandonado la doctrina del crecimiento económico a cualquier precio. En mayo pasado su primera ministra, la laborista Jacinda Ardern, presentó los denominados presupuestos del bienestar. Unas cuentas que, por primera vez, han puesto el foco en intentar atajar los problemas más acuciantes de sus casi cinco millones de habitantes: la salud mental de la población, la lucha contra la pobreza infantil, el apoyo a las comunidades indígenas, la transición a una economía baja en emisiones y el impulso de la innovación, explica Nigel Fyfe, embajador de Nueva Zelanda en Madrid.
Para ello ha puesto sobre el papel 25.600 millones de dólares neozelandeses (unos 15.000 millones de euros) para los próximos cuatro años y ha confeccionado el llamado Marco de Condiciones de Vida, donde se analizan esferas del bienestar como medio ambiente, salud, vivienda, identidad cultural, ingresos, consumo, empleo… “para asesorar a los Gobiernos” sobre cómo sus compromisos políticos “pueden afectar las condiciones de vida de toda la población”. La mitad del gasto se destinará a las prioridades sociales. Los nuevos medidores todavía no han dado frutos. Lo mismo que las políticas. “Necesitamos más tiempo, pues ambos son a largo plazo. Lo importante es que hemos hecho el cambio”, indica Fyfe.
Aunque se ha aprobado una partida de 455 millones de dólares neozelandeses (271 millones de euros) para la puesta en marcha de un nuevo sistema de salud mental y reforzado con 40 millones el sistema de detección de suicidios, así como implementado 1.000 plazas para alojar a indigentes. El Gobierno mostrará la evolución de los indicadores cuando se cumpla un año del presupuesto, a medida que las disputadas elecciones generales, que se celebrarán este año, se acerquen. Porque las variables de análisis de impacto, su semáforo de medición, es una pieza clave para orientar las prioridades del gasto.
Nueva Zelanda ha abierto la brecha, sostiene Diego Isabel La Moneda, director de NESI (Fundación Nueva Economía e Innovación Social), una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es contribuir a cambiar el modelo económico para hacerlo más humano y sostenible; pero otros dos Gobiernos, el islandés y el escocés, están trabajando en ello a través de la Wellbeing Economy Alliance (WeAll), un laboratorio de políticas innovadoras destinadas a mejorar el bienestar más allá del PIB. En él participan los tres Ejecutivos y más de 60 organizaciones civiles internacionales, entre las que figura NESI.
Porque, según Isabel La Moneda, hacen falta nuevos indicadores que estén al servicio de las personas y del planeta. “El PIB no sirve para tomar decisiones sino para que los países compitan entre sí”, aprecia. En su opinión, la propia ciudadanía tendría que participar en la decisión de la suma de marcadores que evalúe su calidad de vida y su progreso. Variables no solo cuantitativas sino cualitativas y que no tendrían que ser las mismas para todos los países.
Es la idea alentada por la OCDE, “porque con nuestro arsenal de análisis económico no estamos capturando los intangibles, que son precisamente los que generan confianza entre la ciudadanía”, sostiene. También por el Banco Mundial, que ha incorporado en su recién presentado su barómetro de desarrollo humano un nuevo índice de movilidad social.
El Premio Nobel de Economía de 2001, Joseph E. Stiglitz, es el adalid de la corriente que cuestiona el PIB por sus limitaciones como indicador de progreso. “Si solo nos concentramos en el bienestar material (por ejemplo, en la producción de bienes, más que en la salud, la educación y el medio ambiente), nuestra visión se vuelve distorsionada […]. Nos volvemos más materialistas”, escribía en este periódico, en su artículo Más allá del PIB, hace poco más de un año. A su juicio, las métricas inadecuadas han llevado a políticas ineficientes, como la austeridad obsesiva tras la crisis, que hubiesen podido reconducirse con otros medidores. “Es hora de retirar los indicadores como el PIB”, ha escrito más recientemente en The Guardian, a la vista de las tres crisis a las que se enfrenta el mundo: la climática, la de la desigualdad y la de la democracia. “Si medimos lo incorrecto, haremos lo incorrecto. Y debe quedar claro que, a pesar de los aumentos en el PIB, a pesar de que la crisis de 2008 se dejó muy atrás, no todo está bien. Vemos esto en el descontento político que se propaga por tantos países avanzados”.
Porque el crecimiento ahora es muy limitado en los países desarrollados y la productividad no está aumentando como cabría esperar con el avance tecnológico. El modelo se agota. El debate no es nuevo, resurge cada cierto tiempo, explica Jesús Fernández-Villaverde, profesor de Economía de la Universidad de Pennsylvania, desde que, como respuesta a la Gran Depresión de 1929, el economista estadounidense Simon Kuznets, el inventor de la contabilidad nacional, crease el PIB para recoger en una única cifra la producción económica de los países para que los Gobiernos se sirvieran de ella para la planificación económica. “Entonces explícitamente se dijo que era una medida económica, no de bienestar. Pero a la gente se le va olvidando e iguala PIB con bienestar”. Y ahora vuelve a reaparecer otra vez de la mano de Stiglitz y de la OCDE. El problema —sostiene— es que no está tan claro lo que hay que medir y qué peso se le da a cada variable, pues para algunos es más importante la educación y para otros la salud; hay quien quiere poner el foco en la igualdad y quien en la esperanza de vida. Es una cuestión de valores y no hay unos mejores que otros.
Los indicadores subjetivos dan miedo y la mitad de los que evalúan el bienestar social lo son, opina el exalcalde de Paraguay y creador de la Fundación Paraguaya, Martín Burt, que ha confeccionado un tablero de decisión basado en 50 variables para que el ciudadano pueda elaborar a través de una herramienta online su plan personal para salir de la pobreza. Y provocan temor entre otras cosas, dice Fernández-Villaverde, porque los políticos los pueden distorsionar. “El PIB no es perfecto, pero es el mejor de los sistemas existentes”, sostiene.
El profesor es partidario de añadir métricas a las existentes, pero no participa de la idea de encontrar un agregado único de todas esas variables. “Me parece muy bien reportar cada vez más números, aunque creo que el súper PIB que intenta encontrar Stiglitz vaya a poder ser. Entre otras cosas porque muchos indicadores sociales se revisan con una frecuencia muy baja”, añade.
“Uno de los elementos más importantes de la discusión es si se va a tratar o no de un menú de indicadores o si se van a integrar en uno solo. No soy muy amiga de presentar un indicador agregado porque oculta muchas cosas”, apoya Nora Lusting, profesora de la Universidad de Tulane (EE UU).
Las limitaciones más importantes del PIB son que deja fuera el trabajo doméstico, —que tiene su peso social por cuanto condiciona la igualdad de género— y que no considera el daño ambiental sobre la deuda y los activos financieros, que arrojaría un menor crecimiento económico si lo hiciera, aprecia Raymond Torres, director de Coyuntura y Análisis Internacional de Funcas. El medio ambiente es precisamente donde se detectan por primera vez los cinco mayores riesgos globales, según el Foro Económico Mundial que se ha reunido esta semana en Davos. En la localidad suiza el consejero delegado de S&P Global, Douglas L. Peterson, ha señalado que el PIB no recoge tampoco la economía sumergida o la evasión de impuestos, que en muchos países pueden representar hasta el 35% del PIB. Pero es un indicador crítico para las decisiones de inversión, dijo.
Otros barómetros como el coeficiente Gini, estándar mundial para calcular el grado de desigualdad de los países, tienen grandes fallos, indica Lusting. “No se está captando bien el ingreso de los ciudadanos y por eso no sabemos cuál es el grado de desigualdad real y cómo evoluciona. Necesitamos las declaraciones anonimizadas de impuestos para calcularlo. Pero solo el Gobierno de Uruguay facilita esta información”, explica. Además, todos indicadores de desigualdad usan la desigualdad relativa, cuando las diferencias absolutas son las que crecen.
Los nuevos marcadores del progreso han de reunir al menos tres ingredientes, en opinión de Bruno Lanvin, director de Índices Globales de la escuela de negocios Insead: detectar el sentimiento de la gente, que se puede medir a través de su comportamiento; ser dinámicos para poderse comparar en el tiempo y, lo que es más complicado, incorporar los objetivos de la sociedad, que no son los mismos en Occidente que en los países en desarrollo, ni en las ciudades que en las zonas rurales. Según Lanvin, los economistas que confeccionan índices los están revisando actualmente por el avance de la tecnología, del big data, y por el factor humano.
“Nos movemos de una economía tradicional a una economía digital y debemos introducir variables digitales en los indicadores. El acceso a la tecnología puede ser uno de los primeros elementos de exclusión social. Hay que repensar los índices”, opina Antonio García Zaballos, asesor de telecomunicaciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). “Debemos dar respuestas a los políticos, que necesitan evaluar el progreso ciudadano cuando el crecimiento del PIB es bajo como hoy, e identificar nuevas fuentes de expansión”, dice Lanvin.
La UE busca fórmulas para que cuando se mida el crecimiento económico no se pierda de vista el bienestar. El Fondo Monetario Internacional también habla de ello. El examen que pasan los países europeos incluye también el análisis de un conjunto de indicadores laborales y sociales, a los que la Comisión Europea planea incorporar objetivos medio ambientales, como el Banco Central Europeo. Los ministros de Economía de la UE han discutido cómo fortalecer los vínculos entre la política económica y las decisiones en materia de calidad de vida. En la reunión en el consejo de esta semana han debatido las políticas que ve prioritarias para 2020: la sostenibilidad, la productividad, la estabilidad económica y la justicia social. Pero a pesar de ese esfuerzo, el nivel de exigencia con las políticas sociales no es tan estricto como en la esfera de las finanzas públicas, informa Lluís Pellicer. Al fin y al cabo, el PIB sigue mandando.
GABRIELA RAMOS (OCDE): “A LOS PODERES FÁCTICOS NO LES GUSTA UN ANÁLISIS MÁS ALLÁ DEL PIB”
La globalización ha sido una fuente de gran progreso, de integración y avance tecnológico, pero también una fuente de gran desigualdad”. El 40% de los países miembros de la OCDE no han visto mejorar sus ingresos disponibles durante las dos últimas décadas, sostiene Gabriela Ramos directora de gabinete y sherpa de este organismo. Ante este agotado modelo, la OCDE ha desarrollado un marco de indicadores de bienestar, donde los intangibles ocupan un lugar muy destacado para dar con una radiografía clara de la situación de la gente. La OCDE lleva 10 años trabajando en su índice de bienestar en el que se incluyen temas redistributivos y el impacto del medio ambiente, “pero existen muchos intereses creados que quieren seguir maximizando los beneficios y muchos poderes fácticos a los que nos les interesa este análisis más allá del PIB”, sostiene la mano derecha de Ángel Gurría, presidente de esta organización.
Pregunta. ¿Cuándo cree que podría estandarizarse el indicador de bienestar?
Respuesta. De momento, nuestro índice está en la web de la OCDE pero con variables no ponderadas porque somos una organización cautelosa. El primer paso ha sido construir el marco basado en condiciones materiales, de calidad de vida y de sostenibilidad, que pondera la gente, para ver cómo se refleja el bienestar de los distintos grupos de población. No en promedio, pues los promedios revientan la comprensión del entorno y hacen ineficientes las políticas públicas. Y queremos que en un futuro sea igual de útil de lo que ha sido el PIB para poder reemplazarlo. Pero necesitamos decidir cómo ajustar a las cuentas nacionales el impacto ambiental, cómo se traduce en menor crecimiento y prosperidad, y cómo contabilizar la falta de confianza de la gente en las políticas económicas.
P. ¿Qué países apoyan esta iniciativa?
R. Sobre todo de Europa. Dinamarca, Holanda, Suecia, Finlandia, Noruega, Francia y el Gobierno de España también. Pero es Nueva Zelanda quien ha saltado de la reflexión intelectual a hacer una definición distinta del desarrollo para beneficiar con sus presupuestos a la población más vulnerable e invertir donde más se necesita. Un presupuesto basado en el bienestar eleva automáticamente la eficacia de las políticas públicas.
P. ¿Esperan que se convierta en un indicador agregado como el PIB?
R. Debería serlo con el tiempo. Pero de aquí a que lleguemos, me conformaría con que los ministros de finanzas considerasen el impacto ambiental y social a la hora de implementar sus decisiones. Porque seguimos con la narrativa de que el crecimiento económico funciona en todas las esferas. Se ha vuelto el objetivo último en vez del fin para conseguir el bienestar de la gente, que no hemos logrado. Y ver las cosas por compartimentos tiene sus desventajas: el aumento del populismo, de los nacionalismos, la falta de apoyo multilateral… Es el resultado de una sociedad enojada. Y eso trae fractura social, que no es buena para el crecimiento.
P. ¿Cómo pueden las instituciones recuperar la confianza y atajar el auge de los populismos?
R. La confianza social en los países de la OCDE está tan baja porque la gente percibe que el crecimiento económico ha sido injusto y que las autoridades no han cumplido. En la medida en que se empiecen a producir los reequilibrios se recuperará. Es el momento de intervenir para no permitir que se imponga la ley de la selva con mercados fuera de control. La mayoría de los países están pensando cómo hacerlo, el problema es que otros están en manos de liderazgos populistas, elegidos legítimamente, que toman decisiones totalmente opuestas. Hay que tener mucho cuidado. Es un tema de resultados y las políticas actuales ni siquiera han tenido impacto positivo en el crecimiento.
https://elpais.com/economia/2020/01/24/actualidad/1579870950_561660.html