En 2007, ya el gobierno de Zapatero legisló el pago por servicios ecológicos a los agricultores. Aquella ley nunca se aplicó
Aníbal Malvar
El campo español ya nunca será rentable, pero sí necesario. Como la sanidad o la educación. Los trabajadores del campo ya no solo serán manos encallecidas y ojos oblicuos de sol hiriente, sino garantes de la sostenibilidad del planeta, héroes de la ecología, guardianes del aire que respiramos. Lo dice con otras palabras Manuel González de Molina, presidente de la Sociedad Española de Historia Agraria: “Tú cultivas la tierra, y a ti te pagan por vender tomates. Pues la idea sería que te paguen por vender tomates, pero que te paguen también por los servicios que tú prestas a la sociedad. Por ejemplo, si tú no utilizas fertilizantes químicos nitrogenados, sino estiércol. Si no contaminas los cursos de agua, el Estado se ahorra la gran cantidad de dinero que se invierte en depurar agua.
Otro ejemplo. Estamos hablando de lucha contra el cambio climático y, por tanto, de reducción de las emisiones. El único sector que secuestra carbono, en forma de biomasa producida en los campos y el los bosques, es justamente el de los agricultores. Con una agricultura sostenible el trabajador del campo nos presta ese servicio. Lo mismo que Fulanito de la Industria Tal compra permisos de contaminación, se puede remunerar por parte del Estado el beneficio social que implica el secuestro de determinadas cantidades de carbono”.
Suena a quimera. Un Estado que sostiene una industria deficitaria pagando a los guardianes de la naturaleza. Pero esa quimera ya está legislada. Concretamente, en la Ley 45/2007, de 13 de diciembre, para el desarrollo sostenible del medio rural que aprobó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y que nunca fue ejecutada. “Este tema del pago por el servicio medioambiental que prestan los agricultores estaba incluido en aquella Ley del Medio Rural. Incluso se presupuestó en el ejercicio 2009, 15 millones, creo recordar, como partida experimental. Desde entonces, nada”, denuncia González de Molina. “¿Cuánto costaría? No está cuantificado. Pero te aseguro que mucho menos de lo que nos cuesta el desastre climático de seguir así”, apostilla.
Diego Cañamero, ex secretario general del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) de Andalucía y ex portavoz nacional del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), coincide con el catedrático: “La ley no era suficiente, pero no voy a negar que aplicarla sí hubiera solucionado algunas cosas. No se aplicó por una cuestión de voluntad política. Los gobiernos aprueban muchas normativas que después no desarrollan. Recogen votos dictándolas en época electoral, quedan bien, legislan sobre demandas de la sociedad para desmotivarla y desincentivarla, las aprueban y después se quedan ahí, en stand by, muertas. Lo mismo que con la Constitución española, que está escrita pero no aplicada”.
Solo dos de los 26 millones de hectáreas de superficie agrícola de España se trabajan con métodos ecológicos, según el Informe Anual de Indicadores 2018
Aquella ley durmiente desde hace doce años no se limitaba a planificar la transición ecológica del sector agroganadero y forestal. Sus ambiciosos objetivos pasaban también por incentivar una política de repoblación del rural, que incluía planes de integración de la población migrante en los pueblos a resucitar, con el consiguiente esfuerzo económico para dotar de infraestructuras sanitarias, docentes y de comunicaciones a los reasentamientos. También se preveía habilitar planes formativos para los bisoños ecoagricultores 4.0 de ese virtual futuro. Una cascada de ideas que constituían lo más parecido a esa reforma agraria que nunca abordó España, salvo la boicoteada y abortada intentona izquierdista durante la II República. No pocos historiadores focalizan el miedo de los terratenientes y las oligarquías a aquella reforma agraria como uno de los detonantes de nuestra Guerra Civil.
Que todo esto se va a abordar de una forma u otra lo confirma el mejor de los indicadores posibles: el excelente olfato por la pasta que siempre ha distinguido a los grandes explotadores, que no paran de comprar tierra y de adscribirse a la agricultura ecológica con encomiable entusiasmo. Cherchez l´argent. La compra de tierra de estas grandes productoras, muchas veces de titularidad foránea, todavía no es masiva, pero sí muy selectiva. “Están comprando las mejores tierras. No se interesan en Castilla y León, Jaén y Córdoba, ni en el norte de la provincia de Granada, que ya está completamente desértica. Donde sí se está produciendo el land grabbing (acaparamiento de tierra) es, por ejemplo, en las orillas del Guadalquivir, en los olivares productivos subbéticos, en zonas donde se puedan producir grandes cantidades y que tienen acceso a agua”, explica el presidente de la Sociedad de Historia Agraria.
De momento, solo dos de los 26 millones de hectáreas de superficie agrícola de España se trabajan con métodos ecológicos, según el Informe Anual de Indicadores 2018 (el más reciente) que publica el Ministerio de Agricultura.
Las 17 hectáreas que posee Vicent Borràs en la huerta valenciana facturan entre 300.000 y 350.000 euros anuales, emplean a cuatro trabajadores fijos y hasta diez en los momentos de gran actividad, y cumplen a rajatabla los requisitos de explotación ecológica que prescriben las normativas española y comunitaria. Este ingeniero agrónomo y empresario agrícola es el vicepresidente segundo de Cerai, una entidad que desarrolla “proyectos de cooperación internacional desde 1996, especializada en desarrollo rural, agrícola y pesquero sostenible, bajo el enfoque de la soberanía alimentaria”, según reza su propia página web.
En la feraz huerta valenciana, diecisiete hectáreas es una superficie considerable, que Borrás dedica al cultivo de albaricoque, melocotón, paraguayo, kiwi, caqui, granado y cítricos exóticos. Recibe ayudas medioambientales por ser agricultor ecológico, aunque no de forma continua, porque sus terrenos padecen el síndrome de las parcelas caprichosamente crecientes y menguantes. El chiste es suyo, pero no es tan chiste. Durante tres años, su solicitud de ayuda fue rechazada porque existían diferencias entre la superficie catastral de su explotación y las mediciones que se comprueban con fotografía aérea para confirmar los requisitos de la ayuda. “Debe ser que a veces el avión vuela más alto y otras más bajo y la foto les sale más grande o más pequeña, porque otra explicación no se me ocurre, porque la tierra es la misma”, se mofa. El caso es que, tras tres años de reclamaciones, acabaron dándole la razón.
– ¿Y cuánto te dieron por esos tres años?
– Ocho mil euros.
– ¿Solo? ¿Eso no es una mierda?
– Claro que es una mierda, pero mejor que nada.
Borrás se queja de que su caso no es único. Que las trabas burocráticas que se le ponen a los pequeños y medianos agricultores son tan gravosas y plúmbeas que muchos de ellos acaban renunciando a solicitarlas. Otro cantar escucha cuando el solicitante es una gran explotación. Entonces todo son facilidades.
“Las grandes industrias agrarias, en su periodo de bonanza, que viene de hace trece o catorce años para acá, han invertido buena parte de sus beneficios en tierras. Pocas fincas grandes están ya en manos de particulares. No son tontos. Algunos están pensando en producir en ecológico. Yo no les dejaría, pero no les van a poner ningún impedimento. No les dejaría porque no nos van a dejar vivir a los demás. Se van a hacer con todo el mercado. Como tienen el respaldo de un gran capital, venden a pérdida hasta asfixiarte y matarte. Además, ellos trabajan sobre el libro: a ver, ¿qué tengo que hacer yo para ser ecológico? Modifican un par de cosas, dejan de usar fosfatos y herbicidas, pero el sistema de producción no lo han cambiado para nada. Siguen aniquilando las abejas, no dejan una fauna útil en sus terrenos porque no acondicionan espacios para reproducirse y cobijarse, impiden anidar a los pájaros, no permiten a los anfibios reproducirse porque hacen desaparecer las balsas, tampoco mantienen la tierra con una cantidad de materia orgánica suficiente para que vivan los microorganismos que le dan fertilidad y biodiversidad al suelo, no acondicionan hoteles de insectos donde puedan cobijarse en los meses duros de invierno, nidos para los murciélagos. Todas las soluciones que podría aportar la agricultura ecológica, en la agricultura industrial ecológica desaparecen. Todo eso no está exactamente legislado, o está medio legislado, pero no lo cumple nadie”.
– ¿Tú lo cumples?
– Yo lo cumplo.
El reparto de los fondos de la Política Agraria Común europea (PAC) es otro de los grandes mecanismos que favorecen a las grandes explotaciones sobre las de menor dimensión. Un fenómeno que reconoce el propio Parlamento Europeo en su página web, donde atestigua “el reparto desigual de las ayudas directas de la PAC entre las explotaciones: un 78,8 % de los beneficiarios de la PAC de la UE-28 percibieron en 2016 menos de 5.000 euros anuales, con un importe equivalente al 15,6 % del total de las ayudas directas abonadas con cargo al Feaga. En cambio, un porcentaje muy reducido de las explotaciones (121.713 de un total de 6,7 millones, es decir, un 1,81 %) percibe más de 50.000 euros, con una cantidad total equivalente a 12.570 millones de euros (el 14,57 % del total de las ayudas directas abonadas en 2016)”. España es, tras Francia, el segundo máximo receptor de los dineros de la PAC (para crecimiento sostenible, nuestro país recibió, en 2018, 6.300,5 millones de euros, frente a los 5.893 del ejercicio 2017. Los datos exactos del pasado año no se conocerán hasta el otoño).
Las trabas burocráticas que se le ponen a los pequeños y medianos agricultores son tan gravosas que muchos acaban renunciando a solicitarlas. Otro cantar se escucha cuando el solicitante es una gran explotación
Además de un sistema desigual e imperfecto, como incluso reconocen ya los propios expertos de la UE que diseñan un nuevo modelo, países como España no utilizan los mecanismos de corrección sobre su distribución que permite la política común. Lo explica el sindicalista Diego Cañamero: “Los gobiernos europeos pueden hacer, en su normativa interna, y no se lo impide la PAC, que un 30% de las ayudas, las ayudas desacopladas, puedan ir a parar a manos de agricultores que tengan menos de 30 hectáreas. No puede ser que a un agricultor con 12 hectáreas se le dé el mismo dinero por hectárea que a uno que tiene 30.000. Pasa igual que con el olivar, por ejemplo. Todos los pequeños agricultores se quejan de que el aceite está bajando, y nadie denuncia el olivar intensivo. Siembran los olivos como setos, como tomateras o pimientos, y en una hectárea les caben cuatro o cinco mil olivos. Fíjate si será perverso para la naturaleza, que este olivo lo arrancan a los 14 o 15 años, cuando es un árbol milenario. Una hectárea intensiva puede dar 10.000 kilos de aceitunas y una tradicional da 4.000. No puede competir. Eso es lo que está manipulando los precios también, a base de esquilmar la tierra, y está siendo la ruina para el olivar de Jaén, de Córdoba, de Granada. Al olivar intensivo hay que echarle mucho más herbicida, mucho más pesticida, y muchos nutrientes, que eso esquilma la tierra, y mucho más agua, que ya es un bien escaso. Están matando la tierra. El campo necesita una profunda reforma que contestara a esta pregunta: ¿para qué tiene que servir el campo? La tierra no es ninguna mercancía. La tierra no es un televisor, una radio, un frigorífico, un puente. No la ha fabricado nadie, igual que el sol, el agua, las estrellas y las olas del mar. Son dones de la naturaleza que tienen que estar al servicio del ser humano, de los animales, de las plantas. Al servicio de la vida. Y, sin embargo, la tierra se utiliza como una mercancía que se explota, se esquilma, se prostituye.”.
Otro aspecto que se podría corregir es la permisividad de nuestras políticas importadoras de fruta y vegetal en lo referido a las condiciones humanas en las que se extraen. Resulta difícil competir con mercados que ofrecen precios súper competitivos gracias a la explotación de sus trabajadores en condiciones prácticamente esclavas. El agricultor José Ramón Escalona, de la localidad oscense de Chía, es pesimista ante la posibilidad de enfrentar eso: “No se pueden cerrar las fronteras. Sería muy negativo para España. Incluso se podría reducir la entrada de turistas, que es de lo que posiblemente tenga que vivir el país. Yo pienso, al contrario que muchos, que hay que reducir las hectáreas de paca agrícola y el número de cabezas de ganado por explotación. Lo que hay que mejorar son las condiciones, pero para eso habría que apostar por una justicia sin ninguna politización. Al fin y al cabo, la economía es oferta y demanda al mejor precio final”.
Hace una década, González de Molina propuso que los ayuntamientos y otras instituciones cedieran sus bancos de tierra pública para la práctica de la agricultura ecológica a los trabajadores que, con la crisis de la construcción, tuvieron que regresar a los pueblos. Apuntaba la posibilidad de que esa producción fuera adquirida por instituciones públicas (hospitales, colegios, comedores de sedes administrativas…). Hay que tener en cuenta que lo público supone un 8% de la demanda alimentaria total en España. Hoy propone una medida que va un paso más allá: “Tiene sentido esto de la compra pública. Así se hizo en muchos países. Prescribir un porcentaje obligatorio de adquisición de alimentos a agricultores ecológicos, por ejemplo, por parte de la administración pública, sería un alivio para el sector. En muchos sitios ya se han llevado a cabo experiencias semejantes. El gobierno municipal de Roma hacía como tres millones de comidas al día abastecidas por productores de los alrededores. En Londres también se hizo algo parecido. En el Brasil de Lula. Eso, quizá, contribuiría a regular de alguna forma el mercado”.