Para ello debemos preguntarnos: ¿qué es el valor y cómo se crea? ¿Cómo podemos socializar tanto los riesgos como los beneficios?
Mariana Mazzucato , 04/07/2020
Cuando la economía está en crisis, ¿a quién le pedimos ayuda? A las empresas no, pero sí a los gobiernos. Pero cuando la economía florece ignoramos a los gobiernos y dejamos que las empresas acaparen los beneficios.
Esta fue la historia de la crisis financiera de 2008. Un historia similar se está desplegando hoy. Los gobiernos han gastado billones en paquetes de estímulo económico sin crear estructuras –como un dividendo ciudadano, que incentivaría el gasto público– que tornen los remedios cortoplacistas en medios para una economía inclusiva y sostenible.
Esto lleva al corazón de lo que aumenta la desigualdad: socializamos los riesgos pero privatizamos los beneficios. Según esta opinión, solo las empresas crean valor; los gobiernos meramente facilitan el proceso y arreglan “fallos del mercado”.
La crisis del coronavirus ofrece una oportunidad para cambiar esta dinámica y requiere un acuerdo mejor. Pero para conseguirlo debemos redefinir el concepto mismo de valor. Hasta ahora, hemos confundido precio con valor, y esa confusión ha dado alas a la desigualdad y ha distorsionado el papel del sector público.
Nuestra comprensión del valor proviene de economistas y responsables de política pública que lo ven meramente como una cuestión de intercambio: esencialmente, solo algo que posee un precio es valioso. Esta perspectiva sobrevalora los bienes y servicios etiquetados con un precio, los cuales conforman a su vez el producto interior bruto, el propulsor de la política pública. Esto tiene efectos perversos. Una mina de carbón que disemina carbono en la atmósfera aumenta el PIB, y de este modo es valorada. (La contaminación que causa no se tiene en cuenta). Pero el cuidado de los hijos por parte de sus padres en casa no va etiquetado con un precio y por eso no es valorado.
Esto también funciona a nivel individual. La gente que gana mucho dinero parece ser muy “productiva”. En 2009 Lloyd Blankfein, el director ejecutivo de Goldman Sachs, afirmaba que los trabajadores del banco se encontraban “entre los más productivos del mundo”. Lo dijo tan solo un año después de la crisis financiera de 2007-2008 –un año después de que la empresa hubiera recibido un rescate de 10 mil millones de dólares del gobierno (posteriormente devueltos)–.
Claramente, el valor no se mide mejor por el precio o el pago. Es más, los gobiernos crean valor cada día, del cual se benefician los ciudadanos y las empresas. Se benefician de estructuras «básicas» como carreteras, educación y otros bienes y servicios esenciales, pero también de las tecnologías que dan forma a nuestra economía.
La financiación pública de la investigación y el desarrollo nos ayudó trayendo innovaciones como la tecnología GPS que impulsa a Uber y el internet que hace posible Google. Lo mismo es cierto para muchos medicamentos de gran éxito, que recibieron fondos de alto riesgo del gobierno para la investigación temprana, y para las fuentes de energía renovable como la solar y la eólica, que también fueron financiadas por los contribuyentes en su desarrollo. De hecho, este también fue el caso del fracking.
Por ello, algo como un dividendo ciudadano –en el que los ciudadanos poseen participaciones iguales en un fondo vinculado a la riqueza nacional– transformaría la historia de la intervención gubernamental y crearía una economía más equitativa. Dando a la población una participación directa en el valor que produce un país, ayudaría a establecer un mejor sistema: las inversiones públicas para las empresas y la investigación también producirían recompensas para los ciudadanos. Eso ayudaría a reducir la desigualdad y a socializar tanto los riesgos como los beneficios.
Desde 1982, por ejemplo, Alaska ha estado pagando un dividendo ciudadano a través de su Fondo Permanente basado en el petróleo. El estado está entre los más igualitarios del país. Y en California, el gobernador Gavin Newsom ha pedido que se pague un «dividendo de datos» a los ciudadanos del estado por el uso de su información personal, lo cual es apropiado para un estado que alberga a multimillonarios de la tecnología que no podrían haber ganado su dinero sin inversiones públicas.
Un dividendo ciudadano (a veces llamado fondo de riqueza pública) es una forma de reequilibrar nuestra economía. Las participaciones mediante acciones es otra. Cuando el gobierno rescata empresas privadas o les presta fondos públicos, debe estructurar esos acuerdos de manera que los intereses públicos estén protegidos y las ganancias sean proporcionales a los riesgos. Los ciudadanos podrían entonces adquirir participaciones en empresas que reciben apoyo gubernamental de alto riesgo, como las que reciben rescates como parte de la recuperación del coronavirus.
No es un concepto nuevo. Durante la gran depresión, el gobierno de EE.UU. tenía acciones en empresas a través de la Corporación Financiera de Reconstrucción, una agencia gubernamental casi independiente que ayudó a financiar el New Deal.
¿Esto es socialismo? No, es simplemente admitir que el Estado, un inversor en primera instancia, puede beneficiarse pensando más como un capitalista de riesgo en torno a objetivos sociales, como por ejemplo una transición verde. En lugar de culpar al gobierno por las malas inversiones, la verdadera cuestión es cómo asegurarse de que el país se beneficie de las buenas.
Por ejemplo, durante la administración Obama, el Departamento de Energía hizo varias inversiones en compañías verdes, incluyendo 500 millones de dólares en préstamos garantizados a la compañía solar Solyndra y 465 millones de dólares a Tesla. Cuando Solyndra quebró, los contribuyentes la rescataron. Pero cuando Tesla creció, los contribuyentes no participaron de los beneficios.
Peor aún, el Estado estructuró el préstamo de Tesla de modo que tenía la opción de obtener tres millones de acciones en la empresa si Tesla no pagaba el préstamo. Si hubiera hecho lo contrario (pedir a Tesla que pagara tres millones de acciones cuando sí devolviera el préstamo) el gobierno habría cubierto la pérdida de Solyndra y tendría más fondos para futuras inversiones.
El gobierno también necesita negociar con más dureza para asegurarse de que el crecimiento económico funcione para sus ciudadanos. Los subsidios y préstamos deben venir con condiciones, alineando el comportamiento corporativo con los objetivos de la sociedad. Hoy en día esto significa que las empresas que reciben asistencia para el coronavirus pueden ser hechas para retener a los trabajadores, comprometerse a la reducción de emisiones y prohibir el uso excesivo de la readquisición de acciones.
Esto ha sucedido en otros lugares. En Dinamarca, el gobierno ofreció a las empresas generosas compensaciones salariales con la condición de que no pudieran hacer despidos por razones económicas; también se negó a rescatar a las empresas en paraísos fiscales y prohibió el uso de fondos para dividendos y la recompra de acciones. En Francia, los rescates a las aerolíneas estaban supeditados a que estas alcanzaran ambiciosos objetivos en materia de emisiones.
Finalmente, el precio debe ponerse al servicio del valor, no al revés. La carrera por una vacuna contra el coronavirus ofrece una buena oportunidad. Para empezar, el precio que los ciudadanos pagan por los productos farmacéuticos no refleja la enorme contribución pública –en 2019, más de 40 mil millones de dólares– a la investigación médica. Gilead está cobrando desde esta semana 3.120 dólares por cada tratamiento para su medicamento contra el Covid-19, remdesivir, que fue desarrollado con una subvención de alrededor de 70 millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses.
El precio de las vacunas contra el Covid-19 debe tener en cuenta las asociaciones público-privadas en las que se basa la investigación financiada con fondos públicos y asegurar que las patentes en torno a las vacunas se compartan en un fondo común de modo que la vacuna esté disponible universalmente y sea gratuita.
Para socializar los riesgos y los beneficios de verdad y que tenga un impacto sobre la desigualdad, necesitamos comenzar por preguntas sencillas: ¿qué es el valor y cómo se crea? ¿Cómo podemos socializar tanto los riesgos como los beneficios?
Es fundamental reconocer que no solo las empresas generan valor. También los trabajadores y las instituciones públicas en todos sus niveles lo hacen. Una vez hagamos esto será más sencillo asegurar que los esfuerzos de todo el mundo son remunerados adecuadamente y que los beneficios del crecimiento económico se distribuyen más equitativamente.
Mariana Mazzucato es profesora de economía de la innovación y valor público, y directora del University College London Institute for Innovation and Public Purpose. Es autora de «The Value of Everything: Making and Taking in the Global Economy». Fuente: https://www.nytimes.com/2020/07/01/opinion/inequality-goverment-bailout.html . Traducción:Iovana Naddim