Hace falta una armonización europea de los impuestos, pero también autonómica y municipal
Alberto Carbajo Josa (economista)
Para conseguir los objetivos planteados en el proyecto de ley de Cambio Climático y Transición Energética es necesaria una reforma fiscal cuyo objetivo sea aumentar el bienestar social. Eso se consigue haciendo que los agentes económicos paguen por el daño ambiental que generan con sus decisiones de consumo y de producción. El diseño actual del sistema fiscal energético supone una asignación ineficiente de recursos, ocasionando efectos negativos sobre el bienestar general, debido a que no se internalizan adecuadamente los costes ambientales de la energía. La reforma fiscal citada deberá tener como justificación fáctica la internalización de los costes medioambientales asociados a cada producto energético. Pero la voluntad y necesidad de reforma fiscal se ve condicionada por la necesidad de armonizar esta materia en el seno de la Unión Europea, pues para la adopción de normas comunes fiscales, en general, y ambientales, en particular, los tratados requieren la unanimidad de los Estados. Esta situación, que impide la culminación de determinadas políticas europeas, no es imputable a la Comisión, sino a los Estados miembros.
A pesar de que la energía y el clima quedaron vinculados a efectos de gestión en el Reglamento (UE) 2018/1999 sobre la gobernanza de la Unión de la Energía y de la Acción por el Clima, que tiene como elemento clave los planes nacionales que han de presentar los Estados miembros, la realidad es que estos retienen la potestad normativa en materia fiscal, amparándose en la regla de la unanimidad e impidiendo que las instituciones europeas puedan adoptar medidas normativas en este ámbito sin su expreso consentimiento. Es decir, las clamorosas ausencias de referencias a la fiscalidad, que es un instrumento de intervención fundamental, en el llamado New Green Deal, explica en gran parte el escaso entusiasmo que ha suscitado esta estrategia política.
La nueva Comisión Europea presentó en marzo de 2020 su Pacto Verde Europeo, donde se establece una hoja de ruta con acciones que pretenden dos ambiciosos objetivos: por una parte, impulsar un uso eficiente de los recursos mediante el paso a una economía limpia y circular; y, por otra parte, restaurar la biodiversidad y reducir la contaminación. Hay que insistir en que el éxito de estos objetivos peligra sin una estrategia común en un seno de la Unión Europea en materia fiscal.
En otras palabras, por el momento, la fiscalidad representa un atributo tradicional de la soberanía de los Estados cuyo ejercicio no han querido ceder a las instituciones europeas. Si se quiere que las actuales estrategias —un planeta limpio para todos, Unión de la Energía y la Acción para el Clima— tengan éxito, la UE no puede prescindir, por la negativa de los Estados miembros, de su instrumento da intervención más eficaz, que es el fiscal.
En el caso de España el problema puede llegar a complicarse aún más. Existen 17 comunidades autónomas que vienen creando tributos que recaen sobre el sector energético mientras que en el caso de las corporaciones locales nos encontramos ante más de 8.100 municipios cuya gran mayoría vienen exigiendo diversos tributos sobre el sector energético, por lo que las obligaciones tributarias se multiplican. Así pues, no solo hay que reclamar una armonización fiscal europea sino también el establecimiento de criterios comunes que dirijan las actuaciones de las autoridades autonómicas y municipales.
Una parte de este elevado nivel de carga tributaria que recae sobre cada subsector energético se traslada vía precio en la factura al consumidor final, con las distorsiones que esto acarrea tanto en el precio real del consumo de ese producto energético como respecto a la competencia con otros sectores. El mejor ejemplo es el consumo de un kilovatio hora (kWh) que, en primer lugar, está sometido a un impuesto que grava el uso de carbón y gas natural para su producción (y que se internaliza hora a hora en el precio de la electricidad cuando son éstas las tecnologías marginales). Por el consumo de ese mismo kWh, el generador paga también el impuesto que grava el valor de la generación eléctrica al 7% (que no discrimina daños) y que se internaliza en el precio. A ellos, hay que añadir el impuesto especial que grava el consumo final de electricidad (también sin discriminar daños ambientales por fuentes contaminantes). En definitiva, por el suministro de un mismo kWh un consumidor termina pagando varios impuestos, pero con un tipo efectivo agregado con escasa o nula relación con el daño ambiental real.
La viabilidad de la reforma podría alcanzarse siempre que sus criterios se orientaran a evitar la deslocalización geográfica de las industrias sometidas a competencia a escala internacional y a mitigar el impacto sobre determinados colectivos de usuarios sensibles y que no suponga una pérdida de recaudación para las Administraciones Públicas con respecto a su situación actual, respetando el marco competencial previsto en la normativa vigente. Esa reforma puede conseguirse y ser efectiva sin elevar la presión fiscal. Evidentemente, una amplia reforma fiscal con objetivos medioambientales, como la que se propone, debería encuadrarse en una reforma más amplia que aportara una mayor coherencia al conjunto de figuras tributarias que conforman el sistema fiscal español.