Durante muchos años he comentado que, sólo con que la energía fósil costara el doble, la rentabilidad de la rehabilitación energética de la edificación sería indiscutible
Pues bien, ese momento ha llegado… de largo
Emilio Miguel Mitre*
En mi comunidad de propietarios estábamos con un contrato muy bueno —para nosotros, claro— de gas natural con un coste final, con todos los impuestos incluidos, de una media de 5,3 céntimos de euro por kWh a lo largo de 2021 (o sea, 50,3 euros/MWh, por utilizar la unidad más conocida últimamente).
Hace unos días, el contrato terminó. La renovación se nos va a poner en una media de alrededor de 125 euros/MWh, en los próximos seis meses, todo incluido. Esto representa un incremento de un 250% del coste del combustible de un semestre a otro. Así, sin paliativos. Tenemos la suerte de que esto llega cuando termina la temporada de invierno 2021-22. Pero dentro de siete u ocho meses estaremos entrando en la siguiente, y el coste adicional anual de este cambio de precios acabará significando un incremento anual de entre mil y mil doscientos euros por vivienda en concepto de calefacción y agua caliente…
El análisis de la rentabilidad de las intervenciones energéticas en el edificio, que viene de largo y que últimamente estaba adquiriendo más y más interés, obtiene ahora una nueva dimensión con los precios desbordados al alza. Nada de esto es nuevo, ya que llevamos bastante tiempo con la idea de la soberanía energética, del empoderamiento y de todo eso.
Sin embargo, después de doce años de empujar esto en mi comunidad, ahora se dan unas condiciones excepcionales que incluyen unos apoyos públicos como nunca ha habido —como resultado del COVID— y que se materializan a través del Plan Europeo de Recuperación Next Generation EU, el Plan España Puede, el Decreto ley 853/2021 y las convocatorias de las comunidades autónomas y de las ciudades.
Pero, además, en el caso concreto de mi comunidad, sucede que ahora está presidida y gestionada por personas totalmente a favor de la eficiencia energética, hemos creado una comisión interesada en esto y se percibe en los vecinos una sensibilización general que antes no existía.
La dimensión nueva pero no tan nueva de la que hablo, por expresarlo en los términos más claros posibles, es la de la dependencia.
Tras haber hecho el largo recorrido de intentar demostrar —más o menos en este orden y con un éxito irregular— una larga cadena de obviedades de interés particular y colectivo del tipo “las instalaciones de eficiencia energética en realidad son rentables porque se pagan a sí mismas en un número mayor o menor de años”; “aportan salud, tanto hacia dentro como hacia fuera —llámese medio ambiente—”; “pueden activar la economía y el empleo… ¡y de qué manera!” o “lo cierto es que el inmueble rehabilitado energéticamente se revaloriza por encima del coste de la rehabilitación”… ahora pienso que el argumento verdaderamente determinante, el que verdaderamente puede hacer que las cosas cambien, puede ser el de reducir la dependencia o, si fuera posible, quitársela de encima del todo.
Nuestra vivienda es, lo sepamos o no, nuestro verdadero centro de empoderamiento energético. No obstante, para ello debemos tener los recursos adecuados. Y de esto va lo que aquí escribo
El argumento de la reducción de la dependencia es, además, un argumento determinante en el sentido de que, de una vez por todas, pone orden en la lógica de las intervenciones. Me voy a explicar con el caso de mi comunidad.
Estamos en Valladolid, en clima continental, somos 76 vecinos y consumimos, aproximadamente, 1,25 millones de kWh cada año de gas natural para calefacción y agua caliente sanitaria, más unos 40 mil kWh/año de electricidad en instalaciones comunes. Esto es, aproximadamente, 1,6 millones de kWh/año de energía primaria, lo que significa alrededor de 21 mil kWh/año por vecino. En definitiva, unos 191 kWh por cada m2 de vivienda al año. La calificación energética es una E.
Para el que no esté familiarizado con este tipo de números, esta cifra es bastante alta. El objetivo — obligatorio— comparativo con este último número, según el Código Técnico de la Edificación para nuestra localización, es 70 Wh/m2 año en rehabilitación y 38 kWh/m2 año en edificio nuevo. La unidad exacta en la que se mide esto es “energía primaria no renovable” y, claro, esto es exactamente lo que consume nuestra comunidad: energía no renovable, o sea contaminante.

Por situarnos en números relativos, habría que pasar de un consumo de 191 a uno de 70 —o sea, una reducción del 63%— e, idealmente, a uno de 38, que representaría una reducción del 80% de energía primaria contaminante.
Además, el consumo particular de electricidad de los vecinos estimo que será de alrededor de 140 mil kWh/año, o sea, del orden de 327 mil kWh de energía primaria no renovable al año. Para poder establecer la comparación con lo de antes, esto da la cifra final de 1,92 millones de kWh por año, con lo que en realidad nuestros 191 se ponen en 229 kWh/m2 año. Mucho, mucho.
Pero bueno, vayamos al grano. En el objetivo de reducir la dependencia, el planteamiento tiene que ser el de reducir el consumo al mínimo. De hecho, a lo que se debería aspirar, si es que se puede, es a un “balance de energía positiva”: o sea, que el edificio produzca más de lo que consume.
Pero ¿es esto posible?
y… ¿cuál es la mejor manera de hacerlo?
Para comenzar, lo que dicta la lógica de la intervención es a que el primer y fundamental “tijeretazo” se lo tenemos que dar a la demanda de calor y de frío del inmueble. No estoy hablando de la energía que demandamos a los proveedores sino de una demanda primigenia, anterior, que prefiero llamar necesidad, que tiene que ver con la calidad bioclimática del edificio en cuanto a aislamiento de la envolvente (para minimizar las pérdidas de calor) y al tratamiento de las ventanas, para que tengan una ganancia de calor solar en invierno y la moderen en verano por medio de parasoles.

Se trataría de reducir esta necesidad a una tercera parte; si esto se consigue, estaremos en las mejores condiciones de reducir el consumo.
Esto es factible con un aislamiento de diez centímetros en la parte ciega de las fachadas, con una mejora de la fenestración —o sea, de las ventanas— y con la intervención de futuro que son los parasoles a este y oeste. Aunque ahora mismo el consumo de refrigeración sea muy pequeño — con lo que no se va a notar una reducción de consumo—, de cara al futuro conviene reducir al mínimo posible la necesidad de refrigeración.

Aquí debo hacer un pequeño inciso aclaratorio en relación con lo que a veces se nos vende como una lógica mejor que esta, pero en realidad no lo es. En la intención de reducir el “consumo de energía primaria no renovable” —contaminante—, muchas veces se opta sin más por intentar sustituir el abastecimiento de energía primaria no renovable por energía primaria renovable: “Si el problema es consumir energía no renovable, cambiémosla por energía renovable y ya está, ¿no?”.
Esto está bien en teoría, pero en la práctica no es así del todo, por lo que implica. Pretender abastecer con electricidad renovable la necesidad de calor del edificio según está con bombas de calor -que es la máquina que ahora se presenta como la que va a resolver todos los problemas (que debería instalarse en sustitución de la caldera de gas), sin duda va a incrementar la proporción de energía primaria renovable, y reducir en cierta medida la dependencia, pero con esto no se resuelve el problema de fondo. Si de lo que verdaderamente se trata es de reducir la dependencia a fondo, la mejor manera es necesitar menos calor y frío en el origen. De manera primordial se trata de resolver esto mejorando la envolvente.
Esto no quiere decir que minimicemos la importancia de la instalación eléctrica de fuente renovable, pero sí que la coloquemos en su lugar, porque viene después.
Según la estimación del Certificado de Eficiencia Energética, resulta posible reducir el consumo en calefacción por encima de un sesenta por ciento con intervenciones “normales” en la envolvente como las descritas antes. El consumo de agua caliente sanitaria también puede reducirse con otras intervenciones de eficiencia —algunas de las cuales ya están en curso—, con lo que el consumo pasará de 1,25 millones de kWh a unos 0,45 millones de kWh/año.
Haber llegado aquí en primer lugar es fundamental, porque desde aquí, ahora sí, resulta asumible una bomba de calor eléctrica para el suministro integral de calefacción. Se ha conseguido elevar las bombas de calor —lo que se llama aerotermia— a la categoría de “renovable” gracias a una muy brillante estrategia comercial. Es cierto que sacan calor —y frío— “del aire”. En este sentido serían renovables. Y es cierto que lo hacen de una manera casi gratuita, con un rendimiento elevado pero, en cuanto a lo primero podemos decir que las bombas de calor sacan calor —o frío— del aire para poner calor —o frío— en el interior de los espacios a costa de poner frío —o calor— en la calle. Desde este punto de vista, bastaría con que el ámbito del análisis fuera el edificio y su entorno inmediato —no solo el interior del edificio— para entender que realmente renovables no son. Pero bueno.
En cuanto al segundo punto, con una bomba de calor, un kWh de electricidad puede transformarse en dos, o tres… o incluso seis o siete kWh de calor, dependiendo de sistemas como veremos más abajo. Este “rendimiento” sin duda es fantástico, pero desde el punto de vista medioambiental, siempre será preferible que ese consumo de electricidad sea el menos posible por lo que decía antes.
Como curiosa, e incomprensible contrapartida, la bioclimática, o sea el propio diseño energético del edificio (dejando de lado las instalaciones, insisto) no se considera renovable. Y eso que durante un número muy significativo de horas al año puede permitir “proporcionar confort sin intermediarios” o, verano, 7 horas mejor dicho, solo con el edificio. Es evidente que el rendimiento del diseño bioclimático está muy pero que muy por encima de dos o tres, o seis o siete, o cien o mil…, porque la energía que se requiere para aportar calor por medio de una ventana bien orientada es nula. Esto es lo que convierte a la bioclimática en la renovable más pura.
El verdadero empoderamiento energético del ciudadano tiene lugar en primer lugar con la bioclimática de su hogar. Por razones por las que sigo reflexionando, esta percepción ciudadana todavía no ha llegado. Pero creo que nos encontramos ante un escalón evolutivo que puede venir de la mano de la idea de la dependencia, como empuje final tras la comprensión clara de la importancia de que nuestros hogares nos proporcionen confort “por sí mismos” que ha traído el COVID.
Volviendo a nuestro proceso, la bomba de calor eléctrica constituye una solución tecnológica de primera. Pero mejor es usarla cuando más significativa pueda ser su aportación, sobre una base sólida como la que estamos construyendo en nuestro ejemplo. Y en el acercamiento final a la reducción —o supresión— de la dependencia, que es donde más brillante va a ser.
Simplificando el cálculo. Esos 0,45 millones de kWh/año de calor pueden abastecerse con una bomba de calor de un tamaño mucho más razonable que el necesario para abastecer la enorme demanda del edificio de partida, con un consumo anual que se encontrará en torno a 0,18 millones de kWh gracias al rendimiento de la bomba de calor.
Ahora sí que estamos en un buen lugar, porque en este punto el consumo de energía primaria no renovable estaría en 51 kWh/m2 año —recordemos los objetivos de 70 y 38 para edificio nuevo y rehabilitado respectivamente que mencionamos antes—.
Y ahora sí que ha llegado, verdaderamente, el momento de abastecer esto con energía renovable… preferiblemente in situ, claro.
¿Podemos suministrar estos 0,18 millones de kWh al año de electricidad —que ahora ya podemos expresarlos en la medida más cercana ,que es lo mismo, de 180 mil kWh/año— en el propio edificio?
Pues la verdad es que sí, porque el edificio tiene una superficie de cubierta de alrededor de 500 metros cuadrados, lo que permitiría una instalación fotovoltaica en autoconsumo que podría dar 110 mil kWh/año de electricidad.
Y tiene también una magnífica fachada sur, en la que podrían disponerse otros 500 metros cuadrados de captación con soleamiento sin obstrucciones a lo largo del año, que podrían dar en torno a 95 mil kWh/año de electricidad.
Es decir, un total de 205 mil kWh/año de producción fotovoltaica en dos superficies de captación: una con mejor rendimiento de verano —la de la cubierta— y, la otra, con mejor rendimiento de invierno —la de fachada sur—.
Con esto, el balance anual de energía —contando calefacción y agua caliente sanitaria— sería positivo. O sea, que efectivamente habríamos conseguido generar en el propio edificio más energía de la que consume.

De hecho, nos sobrarían 25 mil kWh/año y nuestra cifra de consumo de energía primaria no renovable en calefacción y refrigeración en balance anual sería literalmente cero. Habríamos superado ampliamente los objetivos de 70 y 38, pero no habríamos tenido en cuenta los otros consumos privados que ascienden a 140 mil kWh/año de consumo privado. Nuestro balance no sería cero-cero.
La última “vuelta de tuerca” podría hacerse utilizando geotermia, en lugar de aerotermia, para la disipación del calor de la bomba de calor. En este caso, el rendimiento podría ser de, por lo menos, cinco. Dando un paso atrás en nuestro cálculo, cuando decíamos que los 0,45 millones de kWh/año requerían 0,18 millones de kWh/año de electricidad en aporte a la bomba de calor aerotérmica, si la disipación se hace al suelo en lugar de al aire por medio de la geotérmica, la electricidad necesaria sería del orden de 0,09 millones de kWh/año. O sea, 90 mil kWh/año eléctricos.

Si, como decíamos, somos capaces de captar 205 kWh/año de electricidad fotovoltaica, tendríamos cobertura sobradamente suficiente para estos 90 mil más los 115 mil de consumo privado que quedaban sin cobertura. Se alcanzaría así el balance de edificio de energía positiva en todos los usos energéticos en una auténtica comunidad energética. Y digo auténtica porque aquí la gestión de la energía en comunidad es integral y va desde el ahorro por el aislamiento a la captación de renovables.
… y, por lo que nos importa a los vecinos, gracias a esta la cadena lógica de intervenciones, en la que cada una de ellas ocupa el puesto en el que más brillante resulta, se habría logrado esa cosa que casi parece imposible: la autosuficiencia energética total y la reducción de la dependencia energética a cero, de tal modo que la comunidad no quede expuesta a las fluctuaciones de los precios de le energía porque toda se produciría en el edificio.
No está mal, ¿verdad?
Para poder hacer todo esto tienen que suceder unas cuantas cosas no menores, como que la comunidad de propietarios decida querer hacerlo o que el ayuntamiento autorice la explotación del calor del subsuelo en la calle.
Por supuesto también está la cuestión del coste que, sin duda, va a colorear todo el asunto. Porque si bien es más que probable que la comunidad quiera la independencia energética —cualquiera diría que sí a esto—, también está muy claro que no la va a querer a cualquier precio.
Y aquí es donde, para concluir, regreso al principio de todo. Estamos en un momento en el que el precio de la energía se ha duplicado, o más. Es un momento en el que hay un muy considerable apoyo público a la rehabilitación energética.
Nos encontramos ante una ventana de oportunidad. Se trata de un momento muy delicado porque las recientes tensiones geopolíticas globales, añadidas a la pandemia que todavía colea, hacen que no solo la energía, sino también los precios de los materiales, estén subiendo. Esto encarece la rehabilitación, pero al propio tiempo hace más rentable esta intervención.
¿Qué hacer? Mi opción personal es la de “intentar salirme” del circuito del mercado energético y verdaderamente ser dueño de mi propia energía.
Dependencia cero.
Hemos visto que en el caso de este inmueble es factible pero… ¿cuánto estoy dispuesto a pagar yo por
mi independencia energética?
Continuará.
* Arquitecto bioclimático,
GBCe, Coordinador de AÚNA, 13 de Abril de 2022