La crisis ecosocial se encuentra en la periferia de la agenda municipalista, su nivel de prioridad comunicativa es bajo y su enmarcado elude tanto la gravedad como la urgencia temporal para lograr cambios significativos
José Luis Fdez. Casadevante «Kois» / Nerea Morán Alonso / Fernando Prats, 11/02/2019
El Reloj del Apocalipsis creado por el Boletín de Científicos Atómicos durante la Guerra Fría para avisar a la humanidad del riesgo de autoexterminarse, muestra desde los años cincuenta los minutos que nos quedan hasta la medianoche, es decir, el fin del mundo. Y en toda su historia nunca había llegado a marcar las 23:58, como ha ocurrido en su evaluación más reciente. Un reloj cuya vocación es actuar como un despertador de las conciencias sociales y políticas, pero cuya tarea se ha tornado infructuosa, ya que resulta imposible levantar a alguien que se hace el dormido.
Mañana no va a ser una continuidad del presente, no va a haber progreso ilimitado, no hay final feliz garantizado. Y sin embargo padecemos una imprudente falta de liderazgo institucional, un desinterés que ha dejado en manos de la sociedad civil la responsabilidad de que estas cuestiones no terminen subordinadas en la esfera pública. Ante esta orfandad, en distintos lugares del mundo confluencias de movimientos sociales vienen construyendo a nivel local el esbozo de una agenda para la transición ecosocial, trabajando en la elaboración consensuada de programas sin partido, como dice Naomi Klein.
En nuestro contexto y al calor del 15M, el municipalismo emergió como un actor privilegiado para la innovación y la experimentación, para solucionar problemas y problematizar soluciones; asumiendo que las políticas públicas locales son determinantes a la hora de acelerar, acompañar, consolidar o bloquear las imprescindibles dinámicas de cambio. Y es que fruto de este impulso, estos años de forma sincrónica, acelerada y en el conjunto del territorio, se está desarrollando una nueva generación de políticas públicas municipales; afectando a las agendas, los procedimientos, las alianzas, los conflictos o los relatos.
Desde el Foro de Transiciones, un espacio interdisciplinar donde confluyen personas de distintas sensibilidades del ecologismo, con la vocación de elaborar análisis y propuestas, nos decidimos a realizar un balance riguroso del impacto de las políticas municipalistas desde la óptica de las transiciones ecosociales. Durante un año hemos investigado diez temáticas clave en siete grandes ciudades, asumiendo, como afirmaba el novelista británico Samuel Butler, que la vida es el arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes.
El resultado es Ciudades en movimiento, una publicación de libre acceso donde se describen y valoran más de doscientas políticas públicas, se profundiza en algunas de las más significativas, y se indican los avances y contradicciones que se han dado. Resumiendo de forma muy sintética, los avances tendrían que ver con cuestiones como la participación ciudadana (normativas, procedimientos, herramientas web, cooperación público social, gestión ciudadana de espacios y equipamientos…), la ampliación de la agenda municipalista con nuevas temáticas (feminismos, cuidados, economía social y solidaria, políticas urbanas alimentarias…) y una marcada sensibilidad social (presupuestos más sociales, fortalecimiento de los servicios públicos, planes y oficinas de derecho a la vivienda, pobreza energética, planes para intervenir en barrios vulnerables y reequilibrar la ciudad, reorganización de los servicios sociales…).
Pero también se alumbran los grandes vacíos en cuanto a la incorporación de forma consistente y coherente de las cuestiones ecológicas. La crisis ecosocial se encuentra en la periferia de la agenda municipalista, su nivel de prioridad comunicativa es bajo y, aquí aparece el principal problema, su enmarcado elude tanto la gravedad de la situación como la urgencia temporal para lograr cambios significativos. El impacto de las políticas ambientales en marcha sigue siendo tremendamente insuficiente ante las exigencias biofísicas, de reducción de la huella ecológica o de emisiones; si miramos atrás, a los años noventa, cuando arrancaron las primeras Agendas 21, los planes de movilidad o de eficiencia energética, que serían algunas de las de más largo recorrido, es evidente el tiempo perdido. Y lo que es más preocupante, la normalización y desactivación de la dimensión transformadora de las políticas ambientales, reducidas a iniciativas sectoriales, en un modelo urbano que en sus raíces más profundas no ha cambiado.
Ante la alta vulnerabilidad de las ciudades en los escenarios futuros y la ausencia de estas cuestiones en los debates políticos, consideramos que este periodo preelectoral es una coyuntura ideal para que los debates ecosociales entren en escena. Esto nos lleva a plantear cinco líneas de debate que consideramos estratégicas para pensar sobre nuestras ciudades:
–Sin asumir la prioridad de la agenda social no resulta factible el despliegue de una agenda ecologista. El problema que apuntamos es la desconexión entre muchas políticas sociales y su potencial para reforzar simultáneamente un necesario cambio de modelo productivo y de estilos de vida, o, como mínimo, de hacer pedagogía sobre cuestiones ecosociales. Elementos de oportunidad serían la reconversión del sector de la edificación y la rehabilitación, el vínculo entre pobreza energética y transición hacia sistemas renovables como permiten empresas públicas como Barcelona Energía, planes de empleo centrados en economía verde o políticas alimentarias que aúnan el fomento de la agroecología con avances en el derecho a la alimentación.
–El modelo económico condiciona el modelo de ciudad, por lo que imaginar una ciudad que transite hacia la sostenibilidad y la justicia social resulta indisociable de reformular las prioridades de la economía convencional en el entorno urbano. Frente a las lógicas extractivas y la competencia por atraer inversiones internacionales o turismo, la acogida de megaeventos o la hiperespecialización productiva en el sector servicios, que imponen una inercia difícil de revertir; hay que desfinanciarizar, democratizar y diversificar las economías urbanas. La economía social y solidaria, apoyada por diversos municipios, simbolizaría esa apuesta por satisfacer necesidades sociales, generar empleo local, apoyar a los grupos sociales más vulnerables, atender a los cuidados y la reproducción social, así como mantener compromisos ecológicos fuertes, que permitan avanzar hacia un metabolismo social más territorializado.
–Conseguir resultados distintos exige hacer cosas diferentes, pero la innovación y el experimentalismo urbanístico en cuestiones de sostenibilidad ambiental ha sido bastante reducido. Aunque ha habido cuestiones como las supermanzanas de Barcelona, Madrid Centralo la Manzana Verde de Málaga; el balance que realizamos es que se ha arriesgado poco, incluso a la hora de lanzar proyectos piloto que fueran suficientemente ambiciosos como para generar aprendizajes relevantes.
–Las cuestiones ambientales se han incorporado a la retórica, pero ninguna de las ciudades analizadas ha elaborado un relato consistente sobre las implicaciones y la situación de excepcionalidad en la que nos encontramos. El municipalismo ha renunciado a pensar un modelo alternativo de ciudad, ha desistido de socializar una imagen y una narrativa sobre las transiciones ecosociales. No hay un horizonte de futuro compartido, una explicación capaz de ofrecer una visión de conjunto sobre la ciudad que trascienda a los proyectos concretos o sectoriales, que permita dotar de mayor sentido a las estrategias de transformación que se van implementando. Ecologizar el derecho a la ciudad exige narrativas que sean realistas y a la vez ilusionantes, recuperando un cierto impulso utópico en la acción social e institucional. Un impulso arraigado en experiencias y políticas públicas que muestren soluciones existentes, creíbles y en las que la ciudadanía pueda verse comprometida; de forma que se modifiquen los estilos de vida y se aumente la resiliencia social.
–La necesidad de un municipalismo no localista, la biorregión debe ser la unidad de complejidad mínima para concebir las transiciones. La ciudad no puede ser el único objeto y objetivo de la reorganización, pues nos limita a pensar desde un localismo miope y reduccionista, que se convierte en una trampa. El concepto de biorregión nos invita a considerar como escala mínima de intervención el espacio singular delimitado por características geográficas, ecológicas y sociales en el que se producen los procesos que permiten el desarrollo en una relación de equilibrio y colaboración de la ciudad con su medio. Una escala adecuada para repensar la autonomía energética, alimentaria y económica, y la adaptación ecológica de las actividades productivas, rompiendo la separación conceptual entre espacios rurales y urbanos, redescubriendo sus relaciones de interdependencia. Una nueva forma de concebir y gobernar el territorio desde lógicas de gobernanza de proximidad en términos físicos, sociales e identitarios.
En su carta de amor a las ciudades invisibles, Italo Calvino hablaba de Octavia, una ciudad construida en un precipicio entre dos montañas y sostenida por una red. Suspendida sobre el abismo su futuro es menos incierto que el de otras ciudades, pues es consciente de las limitaciones y de la resistencia de su red; su fragilidad es su fortaleza. El esfuerzo invertido en Ciudades en movimiento pretende abrir un diálogo entre ciudades y ciudadanías para reflexionar sobre el abismo que compartimos, y sobre qué debemos hacer para fortalecer las redes que nos atan a una vida buena y perdurable en el tiempo.
https://www.eldiario.es/ultima-llamada/Ciudades-utopico-pensar-seguir-igual_6_866923302.html