
Hacer al ciudadano consciente implica promover la educación crítica, el consumo responsable y cuestionar los modelos de vida y bienestar asociados al consumo desmedido.
El mundo lleva años percibiendo el impacto que el actual modelo económico genera sobre el medio ambiente, ya sea por el cambio climático o por el agotamiento de recursos. Explico a menudo que debemos reducir un 78% las emisiones de CO2 y un 73% el uso de materias primas sin contar el agua. Todo el mundo lo sabe, pero todavía no hay acciones lo suficientemente contundentes para frenar el descenso. Las empresas también se mueven para promover el cambio, aunque de forma insuficiente.

Así se han desarrollado movimientos como el Capitalismo Consciente, que impulsan que las empresas hagan mucho más que trabajar para obtener beneficios. Quieren hacerlo de forma ética y sostenible, con responsabilidad social, con transparencia, con ética profesional y creando valores compartidos. También se han creado con el tiempo etiquetas que ayudan a percibir si una empresa está enfocada a propósitos más allá de sus beneficios. Una de ellas es Ecovadis, que ayuda a realizar el camino de sostenibilidad corporativa. Otra es la etiqueta B Corp que, como la anterior, etiqueta a las empresas que tienen estándares sociales y ambientales, transparencia pública y responsabilidad legal. En el mundo hay unas 5.000 empresas con esta certificación y en España hay más de 200 bajo el sello B Corp.
Es cierto que todo esto es bastante anecdótico, pero es una muestra de que el camino existe. Pocas empresas y pocos ciudadanos conocen cuál es su huella ambiental, siendo éste el primer paso antes de actuar: si no conoces dónde estás -en qué nivel de emisiones y de uso de recursos materiales- difícilmente podrás emprender una actitud de reducción. Desde mi observación y experiencia puedo decir claramente que el camino se puede realizar, y que es cuestión de conocimiento, de voluntad, de inversión y de tiempo.
El problema que tenemos es que no hay suficiente convicción para realizar el cambio. Esta semana me he encontrado con una funcionaria de la UE, especialista en el CO2. Cuando le insistí en que, bajo mi punto de vista, es esencial subir el precio del carbono en el mercado hasta 200 €/tCO2, para hacer posible que ciertas tecnologías renovables se conviertan en competitivas y se puedan rentabilizar las inversiones asociadas, me dijo que esto era imposible, que la economía no lo aguantaría, que la inflación derivada y la competencia internacional lo hacían impensable. Tiene razón que un alto precio del carbono es inflacionario, pero esto hay que combatirlo de otro modo para frenar el aumento de precios. También tiene razón en la competencia internacional, por eso la UE lleva 26 años hablando de la tasa de carbono en frontera pero no tiene el coraje de aplicarla con la intensidad necesaria. El resultado de estos miedos es que el camino para frenar el cambio climático es demasiado lento, contemplando impasibles cómo el aumento de temperatura de la Tierra va hacia 3ºC.
Otro componente es el social. He participado en un debate esta semana en Catràdio donde me han dicho que el ciudadano no puede hacer nada, que él no es responsable de lo que ocurre, que todo es culpa del capitalismo con su afán abstracto de hacer dinero. No aceptar la responsabilidad del ciudadano es un error. Cada uno de nosotros tiene en su mano el poder de la compra, puede decidir en qué empresa y en qué lugar compra, el arma más potente que existe. Pensar que nada cambiará, que, cuando una familia no llegue a pagar sus gastos, otro se las pagará, aunque sean los nietos en el futuro, es una actitud nefasta. Esta semana hemos visto cómo Carrefour en Francia y en España ha decidido no comprar productos a una multinacional porque los precios no bajaban al umbral que el distribuidor creía necesario. Así, ha decidido no comprar productos en la empresa Pepsico (Pepsi, Lays, Doritos, Lipton, 7Up…) porque no acepta la subida de precios que proponía la multinacional. Creo que es un momento clave, un aviso para navegantes, donde las empresas de distribución de alimentos comienzan a practicar la defensa del consumidor frente a las presiones del gobierno y de los compradores. Esto fuerza al sistema a hacer las cosas de forma diferente, a sacar productos caros y sustituirlos por otros más baratos, a rediseñar los formatos, con menos energía, transporte y materias primas. Es lo que hay que hacer. Pero al mismo tiempo hay que llevar a cabo una labor de pedagogía al comprador, ayudándole a comprar de forma comparativa, poniendo por delante el precio por litro, por metro o por kg. El ciudadano también debe cambiar el uso que hace de la compra y pedir sólo lo que necesita, no más, lo que implica un cambio cultural.
Esto me ha hecho recordar una palabra que oía durante los años 70: la alienación. Por aquel entonces provenía del análisis marxista que decía que los ciudadanos se pueden ver influenciados o condicionados por fuerzas externas a ellos, como el sistema económico y la publicidad, conduciéndolos a consumir de forma excesiva e irracional. La enajenación puede afectar a la percepción, la identidad y el comportamiento de los individuos, dinámica acelerada aún más por las redes sociales. He explicado aquí que se genera dopamina cuando se compra compulsivamente, lo que acaba enganchando al ciudadano a una especie de droga, queriendo más y más, aunque no lo necesite.
Evitar la alienación se puede hacer fomentando la reflexión crítica sobre el consumo y sus implicaciones, regulando ciertas estrategias publicitarias (si se prohibió la publicidad del tabaco, ¿por qué no se prohíben los anuncios de coches de combustión?) y aportando más conocimiento sobre cómo funciona el sistema económico. En resumen, hacer al ciudadano consciente implica promover la educación crítica, el consumo responsable y cuestionar los modelos de vida y bienestar asociados al consumo desmedido.
Seguramente sea necesario más ímpetu en el camino con medidas económicas, como la desaparición de la tarjeta de crédito, dejando sólo la de débito, y tasar fuertemente las materias primas mientras se baja el IVA. ¿Así no podremos coger aviones? me preguntó la señora de la UE. En los años 70 no necesitábamos cogerlos tan a menudo y también éramos felices, le respondí. Definitivamente vi que el camino es muy largo y que no llegaremos a tiempo. Deberemos asimilar el cambio climático, a tener temperaturas en verano por encima de 47ºC (los aparatos de aire acondicionado no funcionan a esta temperatura), adaptarnos a la falta de agua y a la pérdida de cosechas. Y al final tampoco iremos en avión y terminaremos haciendo un consumo responsable, lo que estará a nuestro alcance de compra. Los deberes los haremos aunque no queramos.
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Traducción: Teresa Abril