El cambio climático socava (ya lo está haciendo) la soberanía alimentaria. Y la guerra acentúa estos riesgos. Existe un serio riesgo de un shock en los mercados globales
Josep Cabayol y Ester González, 20/04/2022
El cambio climático ha expuesto a millones de personas a una inseguridad alimentaria y hídrica aguda, especialmente en África, Asia, América Central y del Sur, en las pequeñas islas y en el Ártico. Pero no solo, en el rodaje de 50 grados, el mes de junio de 2021, Ferran Puig Vilar, ingeniero superior de Telecomunicaciones y editor del blog Usted no se lo cree, le preguntaba a Marta Rivera, profesora de investigación en Ingenio (CSIC-UPV):
– ¿Hasta qué punto crees Marta que hay riesgo de interrupciones más o menos bruscas de suministro de alimentos?
Y ella respondía:
– Hay más de un riesgo en cuanto al sistema alimentario. El primero es la disponibilidad de alimentos porque se ha reducido la productividad de los cultivos. En el Mediterráneo, la proyección es de una reducción del 17%. En Europa, ya se ha observado una reducción de la productividad del 5%. Datos realmente preocupantes, que nos tienen que hacer pensar en una reorganización del sistema alimentario a nivel europeo. Por otro lado, nos amenaza una reducción del abastecimiento energético. Y finalmente, el abastecimiento también está amenazado por los fenómenos meteorológicos extremos que podrían causar una interrupción.
A todas estas causas que amenazaban el normal abastecimiento de alimentos, se ha añadido la guerra en Ucrania y las posteriores sanciones y las respuestas de las cuales hablaremos más adelante.
Explicábamos en el capítulo 2 que, si la temperatura incrementa entre + 1,5 °C y + 2 °C a nivel global, las cosechas ya no serían estables. Una vez más, ha quedado demostrado que las previsiones del IPCC se quedan siempre cortas, que informe tras informe, los resultados son peores de lo que se esperaba. No ha sido necesario llegar a +1,5 °C de media global para observar que la productividad menguaba en las zonas más afectadas por el cambio climático, Europa incluida. En el Norte, pues, no estamos a resguardo de la crisis alimentaria que se acerca (¿ya está aquí?).
El cambio climático dificulta, y cada vez más y en todas partes, la producción y el acceso a los alimentos. Cuanto más vulnerable es una región, más dificultades aparecen. Los sistemas alimentarios (agricultura, silvicultura, pesca y acuicultura) se están deteriorando por el exceso de las temperaturas, las sequías, las inundaciones, los incendios forestales… Pero todo esto no sucede exclusivamente por el cambio climático. También acontece por la gestión que el sistema económico y cultural vigente hace de la biosfera y que la mayoría de la población del Norte dominante acepta como el único procedimiento posible.
Alimentación fósil
“La alimentación es la primera fuente de energía. Es así cono nosotros nos mantenemos vivos”, le gusta decir a Antonio Turiel, investigador científico del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar. A la agricultura industrial le hace falta mucha energía fósil, principalmente diésel para la maquinaria y el transporte. Y la fabricación de fertilizantes nitrogenados precisa de gas natural. Dos razones indiscutibles para que suban los precios de los alimentos, a las cuales tendríamos que añadir China, que ha reducido un 90% las exportaciones de fertilizantes. Y Rusia, que también lo hizo antes de la guerra contra Ucrania.
El año 2019 el biofísico Paavo Jarvensivu, Universidad de Helsinki, nos hizo entre otras, dos recomendaciones esenciales: (i) los alimentos se han de producir de forma que se regenere el suelo en lugar de erosionarlo. (ii) se tienen que transportar personas y mercancías sin quemar petróleo ni ningún otro combustible fósil. En otras palabras, se ha de trabajar en favor de la soberanía alimentaria en cada territorio, teniendo cuidado de la regeneración de los suelos e impidiendo su degradación. Y tan solo transportar alimentos de una parte a otra del mundo en caso de extrema necesidad. Sin embargo, entre el 21 y el 37% del total de las emisiones de Gases con Efecto Invernadero (GEI) están relacionadas con la producción y el consumo de alimentos, de las cuales entre el 5 y el 10% corresponden al transporte. Y es que el sistema agroalimentario industrial que rige la alimentación es una máquina de transformar combustibles fósiles en alimentos con muy baja eficiencia.
El resultado ha sido convertir una necesidad humana ineludible, un derecho humano, alimentarse, en una mercancía especulativa. Esta metamorfosis empezó a finales del siglo XIX, se aceleró en el XX con la ‘revolución verde’ y se consolidó con la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en los años 90 del siglo pasado. En este tiempo, ha habido un notable cambio de paradigma como explica Marta G. Rivera en50 graus: (i) “Se sustituye una energía renovable como es la fuerza del trabajo humano, por herramientas que dependen de la energía fósil, como por ejemplo el transporte, los tractores y la maquinaria en general; (ii) para producir alimentos, se traspasan fronteras agrarias, colonizando y deforestando nuevos territorios, que previamente habían almacenado carbono en forma de bosques y que, al desaparecer, emiten a la atmósfera en forma de CO₂ (hasta ahora ha supuesto un 30% del total de ’GEI’); (iii) se usan fertilizantes nitrogenados (amonio, urea) que también consumen energía fósil y emiten óxido nitroso al utilizarlos y depositarlos en los suelos”.
En los últimos 100 años, se ha producido un efecto nada positivo: se ha duplicado la cantidad de compuestos nitrogenados artificiales en el suelo, el aire y el agua. Y esto es muy peligroso, porque, en exceso, el nitrógeno es un contaminante que acelera el cambio climático a través de las emisiones de óxido nitroso, un potente GEI, que envenena el agua, los animales, las plantas y los seres humanos. Según los científicos del clima, esto es actualmente una de las amenazas más graves para la humanidad.
Como fertilizantes también se usan el fósforo y el potasio. Con el nitrógeno, los tres elementos clave de la fórmula NPK: nitrógeno, fósforo, potasio. Los tres conforman la base de la agricultura industrial. Los tres primeros productores de potasa son Canadá, Bielorrusia y Rusia. Y el cuarto es China. El principal exportador es Rusia, seguido de Canadá y China. Como veis Rusia y Bielorrusia están al frente de la producción y exportación de potasa. Bielorrusia está sancionada desde hace tiempo y Rusia lo estará después de haber atacado Ucrania. En cuanto al fósforo, la principal reserva radica en Fos Bucraa, en el Sáhara Occidental (también lo hay en China y en los Estados Unidos) ocupado por Marruecos, zona de conflicto por la legítima reivindicación del Frente Polisario de celebrar, con el apoyo de Argelia, un referéndum de autodeterminación que Marruecos le niega, con el apoyo reciente de España. El fósforo, además, es de los tres componentes básicos NPK el que está en más peligro de agotarse. La guerra, pues, está empeorando el sector de los fertilizantes, ya sea por carencia de materias primas o de productos elaborados.
Antonio Turiel y Juan Bordera advertían en un artículo en CTXT de 19 de febrero de 2022 titulado Fertilizantes: ¿en la antesala de una gran crisis alimentaría?, que en el peor momento de la crisis del gas natural en 2021, la mayoría de plantas europeas de producción de fertilizantes cerraron. Y solo han abierto con contratos garantizados y a precios mucho más altos. Sería el caso de Fertiberia, radicada en España pero a manos de un grupo inversor internacional. Otras empresas que han cerrado en un momento dado serían Yara International, noruega; CF Industries, estadounidense; o BorealisAge, austríaca. Pensamos que, por si fuera poco, China ha reducido las exportaciones de un 90%, como también Rusia, que a pesar de disponer de gas natural, suspendió las exportaciones antes del ataque a Ucrania. Y es que para hacer fertilizantes inorgánicos se emplea un tercio del total de la energía que se usa en el sistema agroindustrial. Más cerca que no las industrias está el campesinado, que en muchos casos no ha podido pagar los fertilizantes y ha decidido no sembrar. No sabemos cuántos, pero lo sabremos, y será una mala noticia. No querría dejar de citar los herbicidas y los pesticidas que se derivan del petróleo y que también están sometidos a la crisis de los combustibles fósiles y a la subida de precios
Monocultivos y diversidad genética
A medida que la agricultura ha sido colonizada por la agricultura industrial, se han impuesto los monocultivos y se ha perdido diversidad genética. Esto ha comportado menos variedad de semillas e inmensas plantaciones del mismo producto hasta agotar la fertilidad. Los campesinos han sido empujados (obligados, de hecho) a hacer de sus tierras monocultivos de variedades homogéneas de alto rendimiento. Se han perdido así incontables variedades de cereales, frutas, verduras y especies mejor adaptadas a la sequía, el calor, la humedad, y también a determinados patógenos. Son las consecuencias de haber dejado la alimentación en manos de monopolios que tan solo piensan en los dividendos de sus accionistas y en mantener la producción al coste que sea y a expensas de quién sea.
Ahora que las temperaturas suben aceleradamente y los rendimientos de los cultivos decaen, la agroindustria intenta recuperar semillas más resistentes/resilientes que hasta ahora no tan solo había descartado, sino también prohibido.
Después de múltiples fusiones, cuatro empresas encabezan la lista de ventas de agroquímicos: Bayer CropScience (10.374 millones de dólares), SyngentaGroup (10.118) BASF (7.123) y Corteva (6.256 millones de dólares). Entre las diez primeras también están FMC, ULP, Adama, Somitomo Chemical, Nufarm, y Yamgnong Chemical. Después de las diez primeras, nueve de cada diez empresas son chinas. Por otro lado, CropLife es la principal organización comercial de las compañías más grandes de agroquímicos y biotecnología agrícola del mundo. Esta macroorganización representa sus seis principales miembros: Syngenta, FMC, Bayer, BASF, Sumitomo Chemical y Corteva, y defiende los intereses de la industria de la ciencia de los cultivos.
Entre los principales objetivos tiene garantizar que los productos fitosanitarios y las semillas biotecnológicas formen parte del apoyo a la agricultura ‘sostenible’ [ https://systemicalternatives.org/2022/01/17/los-duenos-del-circo-principales-empresas-que-se-benefician-del-modelo-agricola-dependiente-de-los-agroquimicos/]
Todas estas empresas han querido y quieren obligar a los campesinos a usar todos sus productos, desde las semillas hasta los fertilizantes y pesticidas (esclavitud industrial). Y no tienen ningún interés en evitar, a pesar de estar perfectamente informadas (los primeros dictámenes del cambio climático son de los años 60 del siglo pasado), los costes ambientales derivados del uso de fertilizantes sintéticos, pesticidas y maquinaria que deterioran el suelo y calientan la atmósfera con el vertido de GEI. Se limitan a promocionar eslóganes con conceptos altisonantes (márketing), como ‘agricultura sostenible’, para engañar a la ciudadanía generando falsas esperanzas.
Contrariamente, sí que se han ocupado, no tan solo de descalificar las producciones locales de alimentos y los sistemas de producción alternativos (de hecho son los sistemas originarios), como por ejemplo la agroecología, la agricultura ecológica o la permacultura, sino que continuamente amenazan el campesinado si no se somete a sus intereses. Y no olvidémoslo, todo con la connivencia de los poderes públicos subordinados a los poderes económicos dominantes (gobiernos al servicio de los mercados).
Os hago llegar el enlace a un web donde se destapan las caras comerciales de las grandes multinacionales dominadoras del sistema alimentario:
La seguridad alimentaria está pues indiscutiblemente en peligro. Inseguridad agravada por la crisis de los combustibles fósiles imprescindibles para la agricultura industrial (fertilizantes, piensos, transporte, funcionamiento de la maquinaria). Y la guerra, que acelera la inestabilidad al disminuir significativamente el avituallamiento tanto de energía, petróleo, gasóleo, gas, como de grano y aceite de girasol, por poner dos ejemplos que afectan a España. Un caso más donde se demuestran las interrelaciones, la interdependencia y la retroalimentación entre todas las crisis. En definitiva, el cambio climático socava (ya lo está haciendo) la soberanía alimentaria. Y la guerra acentúa estos riesgos explicitados tímidamente por el IPCC.
Cereales (y guerra)
Desde hace muchos años, Ucrania es codiciada por la capacidad de producir cereales de buena parte de sus tierras. Una de las grandes riquezas son las tierras negras. Hay dos ‘cinturones de chernozim’ en el mundo (unos 230 millones de hectáreas). Uno va desde las praderías del Canadá (en Manitoba) y se prolonga por las grandes llanuras de los Estados Unidos hasta llegar a Kansas. El otro va desde Croacia hasta el sur de Rusia, en Siberia, recorriendo el Danubio y, sobre todo, Ucrania y la Tierra Negra de la Rusia Central. En Ucrania los suelos son muy fértiles, se caracterizan por tener un metro de profundidad y estar formados por materia orgánica rica en fósforo, potasio y microelementos, ideales para los cereales que necesitan de sustratos con esta profundidad. La pregunta seria, ¿el Norte global estaría tratando de controlar las tierras negras a expensas del control ruso? ¿Es este uno más de los motivos de la invasión?
Una de las dos grandes zonas de ‘chernozim’ en Ucrania rodea Donetsk y Lugansk, es decir, está en zona de conflicto y ahora es el momento de plantar las semillas. ¿Qué pasa? Pues que el presidente Zelenski, para asegurar los alimentos básicos a los ucranianos, ha prohibido la práctica totalidad de las exportaciones (solo se pueden exportar pequeñas cantidades de maíz y aceite de girasol). Y resulta que los cereales procedentes de Ucrania son esenciales para la subsistencia de muchos países del Sur global (también son importantes para Europa, España incluida). Tanto es así, que son clave en la determinación de los precios de las materias primas alimentarias a nivel mundial.
Ucrania es el quinto exportador de trigo del mundo (y Rusia el primer productor y exportador). Primero de girasol, segundo de cebada, quinto de maíz, noveno de soja, tercero de patata, séptimo de remolacha de azúcar… Este año las exportaciones de Ucrania debían garantizar el 12% de las exportaciones globales de cereales, algo que no puede hacer por la guerra, la prohibición de las exportaciones y el bloqueo/ocupación de los puertos del Mar Negro. No hacerlo causará un shock en los mercados globales (el trigo es el motor del comercio mundial de alimentos). De hecho, el precio del trigo ya había subido antes de la guerra (no deja de subir desde 2016), a consecuencia de las interrupciones de suministro causadas por la COVID-19, los acontecimientos climáticos extremos, la disminución de los abastecimientos energéticos y la mengua de productividad de los cultivos. Con la guerra, la inestabilidad se ha multiplicado. Además, y por si fuera poco, Rusia es uno de los principales productores de fertilizantes, y Bielorrusia el principal exportador de potasas.
Si sumamos Rusia y Ucrania, entre las dos suministran el 30% del trigo mundial, el 20% del maíz, el 75% del girasol, y el 33% de la cebada, según datos de la FAO. A todo ello tendríamos que sumar que Europa fabrica el etanol con trigo (10 mil toneladas, según Ecologistas en Acción, el equivalente a 15 millones de hogazas de pan de 750 gramos cada una); el bioetanol con cebada, maíz, caña de azúcar y centeno; y el biodiésel con soja, girasol, colza y palma.
Los territorios más dependientes están en África y Asia. El Líbano depende en un 50% del trigo que procede de Ucrania, lo cual supone el 35% de la ingesta calórica de los libaneses. Una dependencia similar la sufren también Libia, que depende del trigo ucraniano en un 43%, Malasia en un 28, Indonesia también en un 28, Bangladesh en un 21, Yemen (atacado y en guerra con Arabia Saudí) en un 22, Egipto en un 14%. También son dependientes Argelia y Brasil, y no nos olvidemos, Palestina.
Así las cosas, varios gobiernos están restringiendo la exportación de grano y otros alimentos para asegurar el suministro interno y evitar tanto como puedan el aumento de precios en su país.
Precios
El 22 de enero del 2022, poco antes de la guerra, Alex Smith, analista de alimentación y agricultura del Breakthrough Institute, escribía en la revista Foreing Policy: “Hay muchas razones por las cuales se tiene que parar una invasión rusa de Ucrania antes de que suceda. La interrupción de las entregas de alimentos de uno de los graneros más importantes del mundo, debería ser una de las principales. Si una invasión es inevitable, los gobiernos de todo el mundo tienen que estar preparados para reaccionar rápidamente para evitar la inseguridad alimentaria y el hambre potencial, incluso enviando ayuda alimentaria a los países necesitados y acelerando los cambios de la cadena de suministro para redirigir las exportaciones a los clientes actuales de Ucrania”.
La FAO informa que los precios de los alimentos han subido un 33,6% de marzo de 2021 a marzo de 2022. El trigo ha subido el último mes de marzo un 19,7% (no solo por la guerra sino también por la sequía en los Estados Unidos). El maíz un 19,1. El aceite vegetal impulsado por el aceite de girasol un 23,2%. El azúcar un 6,7. La carne un 4,8. Y los lácteos un 2,6%. Por cierto, los lácteos han subido en un año, de marzo de 2021 a marzo de 2022, un 23,6%. Y los países más poderosos y ricos del mundo no han tomado las medidas que hacían falta para hacer frente a una crisis cantada.
El resultado es que ahora mismo, y a modo de ejemplo, tenemos conflictos alimentarios en Palestina (totalmente dependiente), Turquía (aumento de costes exorbitantes), Marruecos (revueltas por carencia de cereales, en especial trigo), Shanghai (oficialmente por COVID, pero también por carencia de suministros), Sri Lanka (no paga la deuda para ahorrar dólares y poder comprar alimentos), Kazajistán (a pesar de ser un país exportador), Argentina (con sequía y carencia de abastecimiento de energías fósiles), Perú (faltan fertilizantes), Brasil (no dispone de trigo), o Colombia (uno de los nuevos puntos críticos señalados por Naciones Unidas por carencia de alimentos/hambre), y en la República Democrática del Congo, segunda economía de África, un país del cual nos llevamos sus riquezas como auténticos saqueadores (coltán, tierras raras, diamantes, cobalto, cobre, oro, agua) y les dejamos la miseria y la muerte, está sufriendo ahora mismo la peor crisis de hambre del mundo. Oxfam informaba este mes de abril que 260 millones de personas adicionales podrían caer en la pobreza extrema por la COVID-19, el aumento de las desigualdades en todo el planeta, y el aumento desorbitado del precio de los alimentos.
En el informe ‘Después de la crisis, la catástrofe’, https://www.oxfam.org/en/research/first-crisis-then-catastrophe, dice OXFAM que 860 millones de personas podrían vivir en la pobreza extrema (menos de 1,0 dólares/día) a finales de 2022. De hecho, una crisis de hambre masiva amenaza millones de personas en África Oriental, Sahel, Yemen y Siria. Pero no sólo, porque el aumento de precios está exacerbando también las desigualdades en el Norte global. Y España no se escapa: la inflación del 9,8% el pasado mes de marzo supone una pérdida de poder adquisitivo de 16.700 millones de euros que afectará sobre todo a los hogares con las rentas más bajas.
Diésel
Si a todo ello le añadimos la crisis del diésel, que va subiendo de precio en todas partes y es imprescindible para la mecanización agrícola y el transporte, se va concretando un mapa que tan solo podemos calificar de desolador: en Europa, se prevé una reducción no menor del 15%, que conduce a un escenario de racionamiento inminente (no solo del diésel sino también del gas y del petróleo).
En Australia, también se plantean el racionamiento. En Suráfrica, ya han limitado su venta. En Sri Lanka no tienen, tampoco en el Pakistán, ni en Nigeria, que prefiere exportar su petróleo que refinarlo. Y en Argentina (que ha restringido las exportaciones de carne de vacuno), en plena campaña de recogida de la soja, su petróleo procedente del fracking, explica Antonio Turiel, no es capaz de producir diésel y tienen que ir a comprarlo muy caro a los mercados internacionales, poniendo en peligro la cosecha. Y es que hace falta petróleo de calidad para producir diésel. Para hacernos una idea, los Estados Unidos estaban importando diésel de Rusia el pasado mes de marzo, mientras Arabia Saudí, país productor de petróleo, compraba para acapararlo. Nos acercamos a una crisis mundial del diésel.
A pesar de estos problemas indiscutibles, la industria de los biocombustibles, desvergonzada, presiona para que más trigo y maíz sustituyan la carencia de petróleo. Una vez más, primero, el negocio, y después la vida, con quien la gran industria agroalimentaria está en guerra.
España / Cataluña
Ahora que las vacaciones de Semana Santa se han agotado y se vuelve a la ‘normalidad’, si no se para la guerra de forma inmediata (tampoco sería suficiente a corto plazo), se acentuarán los síntomas de la crisis que estamos viviendo y que se hace difícil de comparar con ninguna otra de las más recientes. Tal vez la más parecida sea la de la posguerra, que no recuerdo más allá del que en casa me explicaron. Se juntarán las consecuencias de la crisis económica mundial y del cambio climático, agudizadas por la guerra. Faltarán suministros, algunos desaparecerán de los estantes de los mercados, de otros habrá mucho menos, como es el caso del aceite (el de oliva no puede suplir todo el girasol que faltará). Faltarán cereales porque el 40% vienen de Ucrania. Y Argentina, con problemas de diésel no podrá vender a España los cereales que necesita.
Viviremos un racionamiento determinado por los mercados (ventas limitadas), que ojalá fuera organizado por el estado que, al final, si faltan alimentos básicos, tendrá que hacerlo a través de bonos que aseguren a los hogares el acceso a estos alimentos. Faltarán derivados del cerdo, podrían faltar huevos, animales de ciclo corto (pollos y conejos) y vacuno, en el supuesto de que no se pueda programar donde llevarlos a pacer (lo más probable).
Faltará grano y habrá que decidir si se dedica a los humanos o a los animales.
En este sentido, decía Gustavo Duch, experto en soberanía alimentaria, a Pilar Sampietro en Vida Verda: “España no tiene ningún problema para producir girasol, trigo o maíz para el consumo humano. Si falta es porque se dedica una buena parte al engorde de los animales monogástricos, cerdos y gallinas. Igual pasa en Cataluña, que necesita importar para satisfacer la demanda de humanos y animales. Tener una industria tan grande de animales no solo está generando un desequilibrio en este modelo de importaciones/exportaciones, sino que también configura el sistema agrario catalán. Si echamos una mirada a este modelo, observaremos que todo está pensado para abastecer a los cerdos (la mayoría de las tierras dedicadas al cultivo de cereales) y no a las personas. Contrariamente, muchas de estas tierras se deberían dedicar al cultivo de legumbres para la alimentación de los humanos. Como no tenemos tierras disponibles, ahora las legumbres, los guisantes, los garbanzos, las judías… los estamos importando. Y tampoco producimos suficientes verduras por la carencia de suelos dedicados a los cerdos para exportar”.
Si finalmente el grano se dedica a las personas, como sería lógico pensar, habrá que sacrificar animales de la cabaña. Hecho agravado porque la crisis del diésel impide la producción de grano para alimentar animales en países que habitualmente lo suministran a España. Es el caso de Argentina que provee buena parte de la soja necesaria para los piensos y porque el 25% del biodiésel que se consume proviene también de esta soja.
¿Qué hacer?
Propone Gustavo Duch: “se tiene que ayudar al campesinado, que permanece ligado de pies y manos a la agroindustria, que está viendo como sus granjas están generando pérdidas, para que se reconviertan en pequeñas granjas, menos vulnerables. Pueden ser fincas donde los cerdos se engorden con los alimentos locales y se establezca un vínculo directo con la agricultura local. Desarrollar estas políticas permitiría en buena parte resolver el problema de los purines y de paso, allá donde había una sola granja, que haya tres. Esta atomización comportaría disponer de más tierras y la llegada de más campesinos, y ya sabemos que repoblar el campo es un buen camino para hacer frente al problema”.
Agroecología y soberanía alimentaria es lo que hay que hacer, nos decía Marta G Rivera el 10/3/22. Esto implica transformar los modelos de producción y consumo de alimentos. Y no se pueden separar: producción y modelo son inseparables. En el modelo de producción hacen falta cambios de funcionamiento, prescindir de los monocultivos, diversificar, volver a usar grano y semillas locales, aumentar la producción de leguminosas que reducirán la dependencia de los fertilizantes, volver a la ganadería mixta, ciclo de agricultura y ganadería en el mismo territorio, y no separar la ganadería y la agricultura, como ha hecho la agricultura industrial.
Reconfigurar toda la agricultura y la ganadería catalana y española. Se puede hacer, es viable. Pero si no se reduce el consumo de carne, no haremos nada. Como tampoco si no se reduce el desperdicio del sistema alimentario. En caso contrario, continuaremos dependiendo de las tierras de otros países.
La pregunta es ineludible: ¿podría la transformación alimentaria satisfacer las necesidades como lo ha hecho la agroindustria? ¿Se podría sustituir el actual sistema con una organización agroecológica?
Responde Marta G. Rivera: Se podría si mengua la demanda. Es imposible garantizar el consumo actual de alimentos, fundamentalmente de carne, con un sistema agroecológico. Otros países podrían producir carne para nosotros pero supondría importar, es decir, quemar combustibles fósiles, inaceptable si se quiere combatir el cambio climático. Y no sería agroecología que exige no depender de insumos externos. La agroecología busca la máxima eficiencia energética en el proceso productivo y en un diseño que esté de acuerdo con los principios ecológicos de la naturaleza: retorno energético, diseño y calificación del paisaje. Además, tiene que fijar carbono en el suelo, y la agricultura con cambios en el funcionamiento y en las dietas alimentarias, podría llevarlo a cabo.
Para conseguirlo hay que superar diferentes barreras, la primera es la mental. Hace falta un cambio de mentalidad.
Epílogo
Escribe Pino Delàs en la revista Sobirania alimentària el 25 de marzo de 2022: “La gente que vivimos del campo y del ganado no tenemos miedo del decrecimiento y, en cambio, sí que nos da temor el abandono y el deterioro de los ecosistemas que posibilitan nuestra actividad. Por el contrario, las grandes empresas solo ven salida en la mejora de la tasa de beneficios a base de incrementar las desigualdades y dejar de asumir, si hace falta, los límites biofísicos del planeta.
Defender el trabajo agrario ante el capital es crucial para imaginar y garantizar una alimentación segura y sana en nuestros pueblos y ciudades. Entre nosotros no existe el campesinado bueno y malo. Existimos quienes trabajamos la tierra y quienes la creen dominar. Hay que atender la realidad social del campo, gestionar las contradicciones, construir alternativas verosímiles y apoyar a las luchas campesinas inequívocamente. Los campesinos hemos empezado un periodo de movilizaciones largo y habrá oportunidades para la lucha compartida. Tejer una alianza del ecologismo con el movimiento por la soberanía alimentaria, con los campesinos, sería una semilla esperanzadora”
En el sur de Córdoba, Argentina, al 20 de mayo 2022 se carga gas-oil cuando hay, y no es muy seguido…